Resulta muy grato invitaros a escuchar este diálogo sobre la eticidad de la práctica sociológica en este siglo XXI entre tres brillantes jóvenes de la Universidad Central de Venezuela llamadas Andrea Molina, Carlota Ramírez y Génesis Urbina:
Tres sociólogas en diálogo sobre su hacer sociología
Ser venezolano 21
Página de trabajos académicos de los seminarios del Prof. Javier B. Seoane C.
miércoles, 22 de mayo de 2019
sábado, 27 de abril de 2019
Los relojes públicos de Caracas
Javier B. Seoane C.
A mis sobrinas Carmen
Amalia y Abril Valentina
Hace apenas poco
más de medio siglo Caracas era un entorno urbano sin grandes edificaciones y
sin mayor extensión más allá de su centro fundacional: la plaza Bolívar, otrora
Plaza Mayor, con sus respectivos centros de poder político, militar y
eclesiástico. En alusión a las tejas de sus pequeñas casas, le decían “la
ciudad de los techos rojos”, sintagma atribuido a uno de sus cronistas: Enrique
Bernardo Núñez. Alrededor de la reducida ciudad imperaban aún los vestigios de
haciendas cafetaleras y algún que otro trapiche para procesar caña de azúcar.
Pero todo ello cambió a partir de los años cuarenta, volviéndose
progresivamente la capital de un poderoso petro-estado que, cual nuevo rico, no
escatimó en gastos para llevar a cabo un acelerado proceso de modernización. Se
construyeron entonces lujosos hoteles y se atravesó la ciudad por amplias
autopistas con complejos distribuidores para conectarlas entre sí y, cuyos
enredados tramales, les dieron nombres apropiados a los mismos: el pulpo, la
araña, el ciempiés. Sobre aquellas autopistas, imponentes como las de cualquier
metrópolis estadounidense de la época, circulaba un parque automotor a la moda
y de gran cilindrada. Prosperaron, además, los centros comerciales y alguno de
ellos, construido alrededor de una roca, objeto de reflexión de nuestro querido
Diego Larrique, hasta fue diseñado para que los automóviles entraran hasta los
mismos pisos de las tiendas. Grandes salas de cine, cobijadas por sendas
edificaciones, se estrenaron y, a las dos o tres décadas, fueron derrumbadas
para alzar en sus lugares portentosos centros financieros y nuevos centros
comerciales sobre los cuales se levantaron rascacielos de oficinas recubiertos
por espejos para reflejar su inmensidad ─y también propagar el caluroso clima
del trópico e incrementar el consumo energético en climatizadores.
Aquel vertiginoso
crecimiento urbano se desaceleraría a partir de los años ochenta. Uno de las
últimas edificaciones de centros bancarios, con helipuerto incluido, próximo al
centro de la ciudad, no se concluiría debido al desplome del sistema financiero
en 1994. Paradójicamente, se transformaría por años en una favela vertical
ocupada por miles de habitantes sin techo que, poco a poco y por los menesteres
de la pobreza, terminarían deconstruyéndolo en parte, vendiendo sus vidrios de
espejo, sus marcos de aluminio, y todo lo que se pudiera depredar de la mole de
más de cincuenta pisos. Así se transformó Caracas, con la violencia de olas de
modernización que durante unas pocas décadas borraron la infraestructura
rústica de un pasado agrícola y artesanal. Olas modernizadoras que crearon una
urbe con muchas de las bondades de la técnica y la tecnología al uso, dispuesta
para el consumo abundante y barato de gasolina ─aunque con severas carencias de
aceras para el tránsito de los peatones en muchos de sus lugares, pues la
Caracas del siglo XX no se hizo para caminarla sino para atravesarla en auto.
¿Se puede borrar
una mentalidad, un espíritu cristalizado por siglos, con la misma fuerza y
prontitud con la que un bulldozer derriba la casona de una antigua hacienda?
Cuando Max Weber esboza el espíritu del capitalismo como una de las máximas
expresiones de la modernidad acude a una serie de pasajes de Benjamin Franklin
cuyo denominador común es el deber de aprovechar el tiempo al máximo. “Time is money”, nos dice Franklin. En
él, y en su frase repetida hasta la saciedad, se personifica el espíritu del
moderno capitalismo, espíritu para el que el reloj se vuelve una máquina vital.
Mecanismo que regula otros mecanismos de la técnica pero también a organismos
biológicos como el nuestro, el humano. Se dice que el hábito hace al monje. Se
dice, igualmente, que el reloj apareció en los monasterios medievales de monjes
para ordenar las horas de rezo y de labores. Puede decirse entonces que, a
cierta altura, el hábito de los monjes fue regulado por el reloj. Weber, por su
parte, nos legó la imagen de que la reforma protestante incorporó en los
cuerpos de sus mujeres y hombres una rigurosa disciplina de vida en la que el
reloj, y particularmente el reloj de pulsera ─el watch que nos observa, que nos vigila─, reguló nuestros
hábitos, disciplinó nuestros cuerpos. La lógica temporal del monasterio salió
de sus puertas y, yuxtapuesta con la lógica de las revoluciones modernas de la
ciencia, la industria y la sociedad modernas, emergió la lógica de las
metrópolis del mundo de los últimos siglos. Georg Simmel, al respecto, se
pregunta qué sería de la Berlín de 1903 si fallaran los relojes por unos pocos
minutos. Y vaticina el caos apocalíptico, tal como lo vaticinó el llamado
“error del milenio” para las metrópolis del año 2000.
Toda gran capital que se precie de tal está atravesada por
ríos de ciudadanos que se entrecruzan tan mecánicamente como mecánicos fueron
sus respectivos relojes pulsera hoy vueltos digitales tras la revolución
cibernética. En una capital así no faltan lugares altos, visibles para casi
todos, sendos relojes que marcan la hora pública. Muchos de esos relojes, como
el del Big Ben de Londres o el de la Plaza del Sol de Madrid son centros
simbólicos de la ciudad.
Los madrileños no llegan, por
supuesto, al grado de obsesiva precisión de los londinenses, quienes han
dispuesto relojeros de turno, todos los días y a toda hora, para atender de
inmediato cualquier emergencia que acontezca al archiconocido reloj. La regla
es que no se atrase ni un segundo en ningún momento.
Caracas no es menos. Dispone a granel de habitantes con digital watches y no faltan relojes
públicos en sitios de simbólica altura, si bien ya no con tanta abundancia como
en el siglo pasado. Pongamos dos casos: los del edificio de La Previsora y el
de la Ciudad Universitaria, dos relojes muy lógicos para sitios igualmente lógicos.
El nombre del primero ya nos indica algo. Prever, caro verbo
para la personalidad moderna, resulta buen negocio para la ramificación del
capital financiero dedicado a los seguros. “La Previsora” es el inmejorable
nombre de una compañía aseguradora cuya sede está en un edificio emblemático de
Caracas del mismo nombre y con forma piramidal siendo, si se quiere, bastante
faraónico para la ciudad caribeña de 1973. Presidiendo “La Gran Avenida” que
conduce a la Plaza Venezuela, ocupa un lugar estratégico del valle que lo hace
visible desde múltiples ángulos. Orgulloso en su cúspide ostenta su reloj, aún hoy
el más referencial para el citadino de estos lares. Súper moderno para la
época, con guarismos apropiados a su digitalidad e iluminado por potentes luces
fue hecho, qué duda cabe, para marcar la hora de la Ciudad, una con la
precisión del seguro que se vence un segundo después de las doce del mediodía
si no lo has renovado con la oportuna previsión. El reloj te recordará una y
otra vez que debes hacerlo.
En cuanto al segundo, que hoy forma parte del Patrimonio
Arquitectónico de la Humanidad, pues la UNESCO ha considerado a la Ciudad Universitaria
de Caracas una síntesis de las artes, una ciudad museo de valioso estilo
modernista, fue construido próximo al Edificio del Rectorado de la Universidad para
señalarle la hora a la comunidad universitaria. Y es que no puede concebirse
una universidad moderna sin la precisión horaria de las entradas y salidas de
clases. Durante ya varias décadas, con su forma de reloj de arena, marca los
minutos en sus tres caras analógicas con agujas amarillas sobre fondo negro,
para que con este contraste su visibilidad sea indudable. Centenares de
promociones de egresados se han fotografiado al pie de este simbólico reloj.
Lo curioso de estos relojes de Caracas es que nunca podemos
estar muy seguros de qué hora dan, pues no en pocas ocasiones su hora pertenece
a otras latitudes, algunas hasta muy distantes, mientras que en otros momentos
se asemejan a los relojes de esa pesadilla del Dr. Isak de las “Fresas Salvajes” de Bergman, relojes
que no dan ninguna hora, sin agujas, sin guarismos, pertenecientes a unas
calles fantasmagóricas, más propias de unas “casas muertas” que de una boyante
capital con portentosos centros financieros y académicos. Cortesía de youtube,
y gustoso de que la genialidad narrativa de Bergman opaque mi mal nutrida prosa,
os dejo esa pesadilla, que no sé por qué tanto me recuerda a nuestro presente
venezolano:
De vuelta a nuestro tema, carecemos los caraqueños de la
obsesión de los londinenses por la exactitud de la hora. A nuestras “casas
muertas” no entró el tiempo mecánico de la revolución industrial y de la
mecánica celeste newtoniana. Nuestros relojes públicos manifiestan cierto
anhelo de algunos previsores que quisieron que entrara dicha temporalidad,
desde el colonial de nuestra Catedral hasta el que nunca operó de la vieja “Torre
Bazar Bolívar” en El Marqués, pues lo agarró de inmediato el “viernes negro” de
1983.
Mas es falso que la historia sea de los previsores, la
historia es facticidad de nuestro ser
arrojados al mundo, de nuestro ser-en-el-mundo (siempre con el querido Heidegger)
hecho mundo-de-la-vida, Lebenswelt (y
ahora con el querido Husserl de la Krisis
y las luces de Alfred Schütz). Los previsores y los genios trascienden los
límites culturales de una época siempre y cuando esa época esté preparada para
crearlos y luego aceptarlos. Nuestra apropiación pública del tiempo no es la
londinense, no puede serlo, no somos protestantes y mucho menos industriales y
posindustriales. Somos una sociedad sufrida, como tantas otras. Pero, y al
igual que toda sociedad, sufrida a su manera. And our way de
sufrimiento está marcado por una colonización muy diferente de la
norteamericana, por una institucionalización tardía de dicha colonia (S.
XVIII), por un siglo XIX de guerras intestinas y no intestinas brutales y por
un siglo XX cuasi-mágico (con la línea Uslar-Cabrujas-Coronil) de la mano de la
lotería de la “riqueza” petrolera. Medio milenio de cambios bruscos, de miseria
palúdica y American way of life. Pero
en estos cambios bruscos hay líneas de continuidad. Una de ellas es que a lo
largo de todo este tiempo cada hēgemṓn ha
concebido al país como un gran campo minero. Así lo vio el conquistador
originario y convirtió a Cubagua en un desierto caribeño. El mantuano se
propuso cultivar la tierra pero sólo para explotarla y vivirla él en París o
Londres. Luego, con el “excremento del diablo” ni hablar. La Venezuela
miserable, palúdica y analfabeta, archipiélago (Pino Iturrieta) de 1901 puso su
empeño en ponerse al día insuflando modernización con renta petrolera. Cuando
el proceso rentista culminó su destino en el “socialismo del Siglo XXI”, cuando
el paroxismo revolucionario de las estatizaciones y el prejuicio a todo lo
privado en economía alcanzó su culmen,
nos ha quedado entonces la “Sabana” de Símón Díaz o el “Ruperto” de Alí Primera,
nos han quedado las Casas Muertas de Otero Silva otra vez.
La historia humana es facticidad, está en los
mundos-de-la-vida. No podemos vivir los relojes como los londinenses, para
nosotros son más bien curiosidades, ornamentos citadinos y los watches no nos vigilan. Pasee usted por
el metro de Caracas (cuya temporalidad tampoco es muy mecánica por cierto) y fíjese
en esos watches de mujeres y hombres.
Se sorprenderá de que muchos tampoco muestran la hora local, bien porque están
detenidos por algún desperfecto, bien por algún enigma que no podemos develar
por ignorancia. Eso sí, adornan muy bien las muñecas de nuestras gentes.
Lebenswelt o
mundo-de-la-vida ha sido una categoría fundamental de la cultura de la ciencia
social contemporánea. Alfred Schütz y Thomas Luckmann en Las estructuras del mundo de la vida (traducción por Néstor Míguez
editada por Amorrortu) nos lo presentan como nuestro mundo circundante y
compartido, presupuesto intersubjetivamente y hecho parte del sentido común,
incuestionable hasta que los hábitos de nuestras prácticas dejen de funcionar
en la solución de los problemas cotidianos. Por ello, el Lebenswelt resulta pre-reflexivo, marcado por la actitud natural,
contrario a la duda metódica cartesiana. “Nací en él y presupongo que existió
antes de mí”, nos dicen los autores. Y siguen: “Presupongo además que la
significación de este «mundo natural» (que ya fue experimentado, dominado y
nombrado por mis predecesores) es fundamentalmente la misma para mis semejantes
que para mí, puesto que es colocado en un marco común de interpretación.”. El Lebenswelt constituye nuestra realidad por
excelencia, incuestionable salvo por cuestionadores de oficio, siempre “un poco
loquitos”. ¿A quién carajo se le puede ocurrir si no que los bellos bulevares de
nuestras ciudades son aparatos urbanos de control social ante potenciales
motines? No a la parejita de novios que atraviesa el suyo tomados de la mano
camino del cine ni al transeúnte que apurado quiere llegar a “La Previsora”
para renovar su póliza de la ahora compañía estatizada por la revolución. Sólo
a unos ociosos, a unos “loquitos” se les ocurre volver el bulevar un aparato de
dominación de clase. Nunca al sentido común del Lebenswelt.
En el Lebenswelt de
una sociedad que nunca fue industrial por estar al margen de la conquista
moderna del mundo; en el Lebenswelt de
una sociedad que “mágicamente” levantó aerolíneas comerciales (dicen que la
venezolana Aeropostal fue la quinta aerolínea comercial del planeta), ciudades
universitarias maravillosas, autopistas como las de California pobladas con
lujosos autos made in Detroit y demás enseres domésticos de la modernidad; en
ese Lebenswelt no surgido de la misma
tierra, del trabajo de hormiguita de miles y miles de humanos a lo largo de
muchas décadas, los relojes mecánicos y ahora digitales no constituyen ese
centro vital de “biopoder” que son en Berlín o Londres. ¿Un relojero de turno
las 24 horas por los siete días de la semana para vigilar el preciso
funcionamiento del reloj? Hay que ver vainas. Estos londinenses están locos e’
bola.
No vivimos los relojes de la misma manera queridos. Los
relojes son artefactos muy distintos para cada mundo cultural. Nosotros no
somos locos e’ bola. Somos soleados y relajados. ¿Bondad o maldad en ello?
Ninguna a priori. Por lo pronto, me
quedo en este mundo pues no saben cuánto amo los cielos de la sultana del Ávila
y sus escandalosas guacamayas del alba y el ocaso, quizás como hoy el gran Hugo
Pérez Hernáiz ama su torre de Almanza y mi Némesis las anchas avenidas de
Madrid. Pues de lo que se trata es de arraigarnos como se arraigan los árboles,
de apropiarnos de nuestros mundos, de no ser perpetuos extranjeros. Hoy más que
nunca nuestra Venezuela necesita que dejemos atrás nuestro ser-mineros. Lo
necesita Carmen Amalia y Abril Valentina, lo necesita Hugo y Némesis, lo
necesitamos con urgencia todos.
Caracas, 27 de abril de 2019
Feliz cumpleaños madre.
Va sin parches por vainas emocionales.
viernes, 19 de abril de 2019
Requiem por el intelectual "clásico"
Requiem por el intelectual
“clásico”
Anhelo de una comunidad
inteligente
Javier B. Seoane C.
Agradezco al
Profesor Juan Marcelo Hernández de la Universidad Central de Venezuela, quien
prestó su casa el pasado martes 17 de abril para, junto con el amigo común
Rodrigo Aguilar, realizar el amague de tertulia que me motivó a escribir las
siguientes líneas. Ellas me ayudan a retomar la actitud de tejedor (escritor y
tertuliano) propicia para mi condición de pre-jubilado cada vez más “pre”.
I
Entre las muchas
perplejidades de nuestro tiempo cuenta también la de la falta de intelectuales.
Se dice que tras la desaparición de los grandes formadores de opinión, de los
grandes críticos, tras la desaparición de los Karl Marx, los Max Weber, los
Jean-Paul Sartre o los Herbert Marcuse nada queda hoy. Particularmente en
Venezuela, tras la muerte de Uslar o antes de Cabrujas, parece que ya no hay
"notables", ni a la derecha ni a la izquierda, que orienten
espiritualmente a la nación, parece que ya no hay quien piense con inteligencia
al país. Y, no obstante, contamos en la actualidad con recursos maravillosos
que se expresan bien en lo que unos llaman "sociedad de la
información" y otros "sociedad del conocimiento". Si Alejandro
soñó la biblioteca más grande del mundo y el Congreso de los Estados Unidos se
abocó a construirla con la paciencia de los siglos, hoy cada quien que disponga
de un teléfono inteligente con conexión tiene la más grande de las bibliotecas
que no alcanzó a imaginar Alejandro o los fundadores del Congreso
norteamericano. El peligro: naufragar por no saber navegar en este
cuasi-infinito océano llamado internet. Aquí es muy fácil ahogarse.
Nunca antes contamos
con tantos medios para comunicarnos y para informarnos, mas todo indica que la
“babelización” aumenta a la par que la intoxicación informativa. Nos dicen que
síntomas de que algo no va bien hay por doquier: criminalidad, terrorismo, concentración
brutal de la riqueza en menos del 1% y extensión planetaria de la miseria, populismos
de extremistas diestros y siniestros acechan en cada esquina, guerras
potenciales asoman en cada continente, aquí como en la Europa de la novena
sinfonía. Ante este preludio de apocalipsis más de una voz clama por
orientación, pero ya no hay intelectuales para darnos una guía moral. Empero,
digamos que tampoco orientaron mucho a “las masas” en la emergencia de los
fascismos de la primera mitad del siglo XX, incluso más de uno contribuyó a
encender aquellas llamas totalitarias. Jaspers, Ortega, Arendt o Russell, entre
muchos otros, quedaron perplejos ante los devaneos de Heidegger o los malos
momentos de Unamuno, también entre muchos otros. Por cierto, descalificar la
obra de estos últimos o las de Marx, como las de cualquier otro por sus
compromisos ideológicos sólo contribuye a esa otra intoxicación del ad hominem. Y aquí, en Venezuela, otro
tanto ocurrió: perplejos quedaron Job Pim, Leo Martínez, Gallegos o Pocaterra con
el apoyo de aquella brillante intelectualidad, encabezada por Laureano
Vallenilla, al César bueno de La Mulera. Casi cien años después otra intelectualidad
romántica de izquierda, siempre sumamente peligrosa en las arenas políticas, muy
“poscolonial” ella, terminó apoyando a su buen “César” para que emprendiera una
“auténtica” revolución en esta tierra caribeña: un teniente-coronel (R.I.P.) salido
de “Pantaleón y las visitadoras”. Ahora se les ve por ahí taciturnos tras las
chisteras de otros milicos de oposición, todo en nombre de la democracia popular.
¿Aprenderán alguna vez estos intelectuales que la bondad de los “Césares” sólo
se reconoce cuando el “búho de Minerva” alza su vuelo, nunca en el amanecer?
Puesto que la apuesta resulta muy riesgosa, pues la historia está repleta de
atardeceres cesáreos terribles, bien harían en dejar de balbucear (decir
barbaridades) y repensar sus categorías “crítico-emancipadoras”.
Las masas se le
rebelaron a Ortega y la muchedumbre solitaria, aquella del “se” heideggeriano,
sació su hambre alrededor de las piras que los nazis hicieron con no pocos
libros sacados de germanas bibliotecas. Hoy se reducen los peligros de que se
extienda el incendio pues muchos los queman digitalmente en las redes. Es lo “adecuado”
ecológicamente, entra dentro de lo “political correctness” del hombre/mujer-masa
digitalizado. Ortega, por cierto, se ufanó siempre de haber nacido en el edificio
de una imprenta madrileña. Como buen heredero del rol del intelectual emergido
durante la tercera república francesa, aquel del “J'accuse” de Zola, consagró su vida a la prensa para
ejercer la crítica y coadyuvar en la formación de una opinión inteligente en la
España “posrentista” (del 98). A su muerte, el tirano que aplastó con tanques a
medio país, que venció sin convencer, ordenó que no se hablara de ese “ateo”.
Ortega asumió el rol del intelectual de su tiempo, pues como bien dejó dicho
Hegel nadie puede saltar por encima del suyo; asumió el rol del intelectual
crítico y forjador de opinión en la sociedad de masas que surgió inmediatamente
de la revolución industrial en una Madrid pre-industrial. Como diría Marx, fue
una personificación de su mundo sociocultural, personificó al intelectual, tal
como el mismo Marx personificó el suyo en el alba catastrófica de la revolución
industrial inglesa. Y antes de Marx el propio Hegel personificó a ese
intelectual qua “filósofo rey” en el
contexto prusiano. Para decirlo con el idealismo alemán, cada una de esas
personificaciones constituye una figura del espíritu del tiempo: intelectual
del Estado, intelectual revolucionario romántico, intelectual crítico formador
de opinión. ¿Y hoy? ¿Cuál es la figura del intelectual hoy? ¿Cómo se
personifica este personaje de nuestra comedia humana? Puesto que muchos lo
extrañan quizás ya ni exista o quizás estemos atrapados todavía en la
representación del mismo entre Hegel y Zola, buscándolo y sólo encontrando
zombis. En los tiempos líquidos, el intelectual “clásico” es ya zombi.
II
La revolución
industrial siguió su curso y se volvió “posindustrial”. Del 1.0 llegó al 4.0 y
hoy hay parlamentos que se plantean, como el español, que tal vez convenga que
los robot coticen a la seguridad social. Al proletariado ya se le dijo “adiós”
pocos años antes del 68, aunque medio siglo después todavía haya zombis que
hablan de izquierdas y derechas, de socialismo y capitalismo. Aquel por falta
de liquidez se desplomó a finales de los ochenta y este se volvió muy líquido
(Bauman). Pero no se nos mal interprete, no somos epígonos de Fukuyama. Ni
estamos ante el último hombre ni al final de la historia. Tampoco ante el
hombre nuevo de la Venezuela actual, aquel que se ha reencontrado con los hunos
como diría mi querido Profesor José Francisco Salinas, pero con el agravante de
que ni siquiera puede reconocer el valor de lo civilizatorio.
II
La revolución
francesa no ocurrió en 1789. Como cualquier revolución, fue un proceso
histórico que se venía gestando desde varias décadas antes y cuyas
consecuencias llegan a la actualidad. Dicho proceso eclosionó en 1789, sólo
eso. Igual puede decirse de la revolución de 1968. Esta venía gestándose al
menos desde 1945 y llega con fuerza a nuestros días. Se trata de una gran
revolución sociocultural, contextualizada en la consolidación del capitalismo
tardío y el Estado de bienestar. Desde los años treinta el sistema económico se
transformó y pasó a una fase en que el Estado se volvió un actor dinámico en la
generación de empleo, control y planificación del sistema. Dicho Estado
interventor amortiguó las crisis de acumulación recurrentes del capitalismo,
alargando aquellos plazos catastróficos que Engels estimó en su tiempo en
períodos de siete años, así como reduciendo el carácter calamitoso de las
crisis. Tomada de la mano del desarrollo tecnológico, de las llamadas fuerzas
productivas, que redujo el factor empleador de la industria a la par que
incrementaba cada vez más su productividad, la sociedad occidental que surgió
hacia mediados del siglo pasado es una de empleados del sector terciario de la
economía, citadinos de clase media que no usan ni frac ni overol azul. Son
profesionales de las ciencias de la salud, de las ciencias sociales o
naturales, educadores, burócratas, vendedores, juppies con muy diversas especializaciones, algunos obreros
especializados, otros gerentes que rinden cuentas no a un capitalista sino a
una junta de accionistas. En tal sociedad, el concepto de lucha de clases
pierde fuerza explicativa, pues el conflicto se ha atenuado gracias a la
emergencia de esta “sociedad del bienestar” que en cierto sentido aún conserva
la Unión Europea. Sus hijos, los del obrero especializado como los del gerente,
asistieron en gran número a la universidad y, ocurrido el baby boom de postguerra, tenían sobre 18 años en el 68. Su mundo ya
no era el del traje gris y la corbata ni las chicas estaban para ser la
Samantha de Bewitched, la mujer que
sacrifica todo, hasta su propia encantadora magia, para ser ama de casa de un
anodino publicista. La píldora facilitó las cosas y junto a muchos otros
factores aquella juventud se tornó “comeflor”. Puso en jaque a De Gaulle y a
los comunistas hijos de Althusser y Stalin, generó revueltas de Tokio a París,
con escala en Berkeley, Caracas y Buenos Aires. Con desenfado quiso apearse del
mundo y prohibir el prohibir, hacer el amor en lugar de la guerra. Aquella
juventud de los suéteres de cuello de tortuga y de colores vivos poco tenía que
ver ya con sus padres, pues entre ellos y ella había acontecido una revolución.
No era el mundo de la guerra, salvo por las asquerosas brutalidades
estadounidense en Asia y soviética en Praga, sino de La dolce vita, con sus paparazzi persiguiendo las estrellas del
cine y la televisión. Había la plataforma económica para ello y, por qué no, hasta
cierto “bienestar”, al menos en París, Tokio y Caracas.
Después del 68 el
mundo ya no fue el mismo. No hay aquí mayor espacio para justificar esta
aseveración, pero aunque las máximas de aquella revolución fracasaron al
comenzar los setenta, quedó nuestro actual mundo de los “pos”: “posdemocracia”,
“posverdad”, “pospolítica”, posmoderno. El escenario topográfico de las
diatribas ideológicas de “izquierdas” y “derechas” ha ido desde entonces
perdiendo significancia, se han vuelto, aunque disguste a mi profesor Víctor
Rago, significantes vacíos. Después del 68 se catapultaron con fuerza los
movimientos feministas y antirraciales, emergió el orgullo gay y hoy el LGBTI,
como también surgieron nuevos movimientos sociales y hasta nuevos partidos,
como los verdes. La política no volvió a ser la misma porque la sociedad
tampoco lo era. Más que de clases, los estudiosos sociales comenzamos a hablar
de actores sociales y, sobre todo, de nuevos actores sociales. En el presente,
la lucha de clases en la ciudad de South
Park es entre los chicos de la clase de tercero y los de la clase de cuarto
grado de la Elemental.
Esto de
“izquierda” y “derecha” suena cada vez más a vetusto, piezas de un museo de
arqueología. Una nueva sección se construye en dicho museo para las categorías
de “capitalismo”, “socialismo”, “socialdemocracia”, “liberalismo” y pare usted
de contar, términos todos “babelizados”. Sus referentes ya son otros, requieren
resignificarse bajo otras coordenadas so pena de que los millennials terminen haciendo burlones stickers con nosotros sus profes y padres, y con muy buenas
razones. En el actual mundo líquido, bien previsto por aquella frase de Marx y
Engels del Manifiesto de que en el
capitalismo “todo lo sólido se desvanece en el aire”, la “izquierda” puede
resultar tan repugnante como la “derecha”, pertenecen ambas a un mundo sólido
que ya no es pues muy probablemente el eje cambió a “inclusión-exclusión”, y
parece que diestras y siniestras tienden mucho al lado excluyente.
III
¿Qué busca África
“descolonizada”? ¿La revolución o la inclusión en el bienestar? ¿Qué buscan los
latinoamericanos? ¿Los venezolanos que emigran? ¿Los ciudadanos de Detroit?
¿Los amerindios jodidos por Estados con arcos mineros y mineros forajidos
llamados garimpeiros asociados con cuerpos de seguridad? Los europeos ponen
cercos a los migrantes, las concertinas resultan antihumanas así que se los endosan
a la Turquía de Erdogan a cambio de euros y silencio ante los desmanes de este.
Ya la Merkel puede cepillarse y acostarse a dormir. Ciertamente, el “bienestar”
europeo se va “pal carajo” si se abren las fronteras y entran subsaharianos,
latinoamericanos y demás. Trump lo sabe y construye “The Wall” mientras Roger
Waters se opone al Show President apoyando “The Maduro’s Wall”. El “bienestar”
de unos es la exclusión de los muchos. Probablemente debamos repensar nuestro
concepto de “bienestar”.
¿Cómo repensar
nuestra idea de “bienestar”? ¿Dónde están los intelectuales para ello? ¿Dónde
los Hegel, los Marx, los Zola? ¿Dónde los Uslar o los Cabrujas? Cada vez somos más
los que creemos que después del 68 esas figuras del intelectual están muertas.
También con referencia a ellas estamos en un tiempo “pos”. En la teoría social
del último medio siglo se aprecia el cambio y se lo ha pensado, entre otras en
las obras de Arendt primero y luego en las de Apel y Habermas conseguimos
muestras de ello. Brevemente y para cerrar, quedémonos con el último como
homenaje a su nonagésimo cumpleaños el venidero mes de junio. Precisamente poco
antes del 68 Habermas adopta la diferenciación de Arendt entre trabajo e
interacción social para poco a poco perfilar el concepto de acción y
racionalidad comunicativas, acción y racionalidad dirigidas al entendimiento,
al acuerdo. La diferencia es clara con relación a la acción y racionalidad
estratégicas, en las que un actor busca satisfacer su finalidad teniendo que
influir en la conducta de otros actores, muchas veces incluso en contra de los
intereses de estos últimos. La racionalidad estratégica es la propia de la empresa
económica, militar y deportiva, reina en el campo de lo agonístico. El
pensamiento político moderno, agonístico en su acta de nacimiento con
Maquiavelo y Hobbes, se constituye desde esta racionalidad estratégica. Del
mismo modo el marxismo. Su concepción de la lucha de clases, la dictadura del
proletariado o el propio concepto del Estado como aparato de dominación de
clase lo muestran diáfanamente. Hoy el mejor politólogo será gran experto en
cálculo de escenarios y teoría de juegos, pues su campo de estudio procede por
racionalidad estratégica. Sin embargo, excepcionalmente aparecen políticos que
trascienden del montón y que calificamos de “estadistas”, formadores de
“Estados” porque lograron concertar mediante entendimiento muchas fuerzas e
intereses disímiles. Sin dejar de ser estrategas lograron concertar entendimiento.
Pero la excepción confirma la regla. Volvamos a Habermas.
En una sociedad
de mujeres y hombres cuya economía es posindustrial y del sector terciario,
inmersos en una burbuja informática y comunicacional, el concepto de política y
democracia se transforma para hacer del factor comunicación su eje central de
racionalidad. Esta que vivimos ya nos es tanto una sociedad del trabajo
(recordemos a Rifkin), es más una sociedad de la interacción, de la
comunicación. La praxis política demanda adaptarse a estas nuevas coordenadas. Habermas
reconoce a G. H. Mead el haber expresado al final de su Mind, self and society la
idea de la democracia como inclusión en la comunicación. Nuestro dusseldorfiano
simplemente la actualiza y desarrolla en su complejidad para afirmar que la
teoría crítica y la praxis política democratizadora no busca ya la revolución
producto final de la lucha de clases, sino la inclusión en la comunicación y
deliberación de todos los actores sociales implicados y afectados en las tomas
de decisiones en la vida pública. Ya no es, repetimos, “izquierda” y “derecha”,
sino inclusión o exclusión, pues hay una “izquierda” tan excluyente como la
“derecha”.
Ahora bien, en
una sociedad con tantas desigualdades como la nuestra la inclusión en la
comunicación, deliberación y toma de decisiones no implica necesariamente
razonabilidad, para no seguir hablando de racionalidad. Nada garantiza que no
triunfen la demagogia y el populismo de nuevo. Las asimetrías sociales,
manifiestas por doquier y también en las competencias comunicativas, haría que
ciudadanos absorbidos por sus obligaciones cotidianas y poco formados para el
diálogo, la retórica y la argumentación terminarán concediendo poder demagógico
a los duchos en esas artes. Después de todo, las elecciones ya desde hace mucho
son un mar de emociones. Por ello, Habermas propone un contrafáctico: una
situación ideal de habla en la que los actores afectados e interesados por las
decisiones a tomar deliberan en condiciones simétricas de competencia
comunicativa, no dejándose manipular y escogiendo en una discusión razonada los
mejores argumentos para la mejor decisión. Por supuesto, en tanto que
contrafáctico tal situación ideal no existe. Entonces, ¿qué sentido práctico
tiene postularla? Ningún otro que no sea el de servir de idea regulativa para la acción democratizadora y la formulación de
políticas culturales que empoderen comunicativa y políticamente a las
comunidades. Es la idea que guía nuestra acción política, nuestro fin
inalcanzable pero siempre aproximable. Dicho empoderamiento es inclusión, más
allá de izquierda y derecha. Es, del mismo modo, la idea que orienta también la
investigación en ciencias sociales entendidas como espacios públicos del saber,
espacios que han de ser apropiados por las comunidades.
La vieja noción
del intelectual estaba montada en el paradigma moderno de la conciencia
ilustrada. Descartes meditando frente a la chimenea, pensando y luego
existiendo. Hegel captando en el ocaso del día el sentido del Espíritu
Absoluto. Marx y Engels apropiándose de la dialéctica hegeliana y
materializándola en un Manifiesto.
Zola denunciando las injusticias desde la luz intelectual. Ortega otro tanto.
Sartre escribiendo El Ser y la Nada
bajo la opresión de los nazis, encerrado en prisión. El intelectual que hoy
nace, bajo el amparo de otro paradigma, el de la intersubjetividad, ya no es
una conciencia ilustrada y meditante mientras fuma pipa en un sillón, una
conciencia esclarecida que piensa el mundo o que busca dar luces al César de
turno, algo ya tan antiguo como Platón. El medio de la intersubjetividad no es
la oposición conciencia-mundo o su correlato sujeto-objeto, el medio de la
intersubjetividad es el lenguaje y éste es una propiedad colectiva, previa al
pensamiento y constitutiva de este. El intelectual que hoy surge es comunitario
porque es la comunidad misma. El desafío de nuestro tiempo radica en constituir
comunidades inteligentes mediante el desarrollo de sus competencias
comunicativas, un desarrollo que les permita apropiarse con suficiente carácter
orgánico de sus vidas también comunitarias (y no sólo individuales). Será
seguramente este el mejor camino para repensar nuestra idea de “bienestar” y la
forma de la democracia para estos tiempos. Será la mejor manera también de dar
sepultura a los zombis que aún nos acechan y de construir un mundo y una
Venezuela no con individuos inteligentes y notables sino de comunidades
inteligentes.
Caracas, abril de 2019
Parches
- Los tejidos (textos) que hacemos los
mortales humanos resultan más frágiles que las telas de los maravillosos
mortales arácnidos. Nosotros, inmediatamente los tejemos ya tenemos que
parcharlos pues comienzan a aparecer grietas, rupturas, tensiones, comisuras
imprevistas. Al cabo de poco tiempo llegan a tener tantos parches que su
fisonomía ya es otra. En eso consiste la vida, un permanente retejer lo tejido
hasta que…
- No se califique de antirromántico al
tejedor de este texto. El mismo se siente profundamente romántico en el amor,
la amistad y con la naturaleza, especialmente después de su lectura de la Naturphilosophie de Friedrich Schelling,
lectura que le resultó tan embriagante que después de varios años aún padece
placenteramente el ratón (interesante venezolanismo para resaca). Sólo que el
tejedor sufre con Habermas de cierta esquizofrenia teorética que lo lleva a
considerar que en economía y política, en los sistemas pues, el romanticismo
resulta la más de las veces una amenaza más poderosa que el neoliberalismo en
la destrucción de los tejidos sociales que es decir en la vida de mujeres y
hombres de carne y hueso. Así, esquizoidemente romántico para muchas cosas
menos para la economía y la política. En estas pragmático y bien pragmático.
(Abril 19, 2019)
- La muerte del intelectual “clásico” que va
de Descartes hasta Jean-Paul Sartre no significa, para el tejedor, que no haya
más intelectuales. Tanto por efectos de la división social del trabajo como por
vocaciones los hay y los seguirá habiendo, desde el chamán hasta donde la
naturaleza nos aguante. Lo que significa es que la figura moral del intelectual
orientador tiende a desaparecer y que gustosamente lo despedimos y le damos la
bienvenida a comunidades inteligentes, cuando vengan claro está. Todavía
estamos en una espera a lo Godot. De hecho, el tejedor de este texto lo ha
tejido con un grado de complejidad, de indicativos e imperativos y de
onomásticos dignos de la petulancia típica del intelectual clásico. Es algo que
el tejedor todavía debe corregir, una tarea para su tercera edad. Por otra
parte, hay que decir que Habermas es el intelectual que nos anuncia la llegado
de otro concepto de intelectual. (Abril 19, 2019).
miércoles, 5 de diciembre de 2018
Ratio technica y mundo moderno
Prof. Javier B. Seoane C.
El mundo moderno puede definirse como el mundo de
la ratio technica. Si mundo es,
fenomenológicamente, lo que está a nuestro alrededor, pues no cabe duda de que
a nuestro alrededor la ratio technica
cobra vida en cientos de artículos de consumo, pero también en la misma
constitución del pensamiento que se expresa en la filosofía, gran parte de las
humanidades y todo el conglomerado de las ciencias formales y fácticas. Por
ejemplo, en el caso de las ciencias sociales, en las políticas públicas de
cualquier orden y en la propia teoría de sistemas. Esta ratio hunde sus raíces en los mismos orígenes de las fuentes
culturales de occidente (aunque no sólo de occidente) como son el mundo griego,
hebreo y romano.
No obstante, en los últimos siglos, a menos desde
las corrientes románticas hasta nuestros días, ha estado presente una razón
crítica al proyecto sociohistórico de la ratio
technica. Por ejemplo, la teoría crítica de la sociedad de la “Escuela de
Frankfurt” representa, en su contexto del siglo XX, un intento de recrear la
teoría social de cara a una acción práxica emancipatoria que supere la
dominación alienante de esta ratio hegemónica. Se puede decir que el programa
de la teoría crítica, tal como fue diseñado por el núcleo de sus fundadores
―especialmente Max Horkheimer (1895-1973), Theodor W. Adorno (1903-1969) y
Herbert Marcuse (1898-1979)― constituye una síntesis de diferentes corrientes
filosóficas y sociológicas, entre las que caben destacar la dialéctica
hegeliana, la teoría social marxiana, la crítica cultural de Friedrich
Nietzsche, la teoría psicoanalítica de Sigmund Freud, los marxismos tempranos
de Georg Lukács y Karl Korsch, el debate en torno a la revolución entre
Vladimir Lenin y Rosa Luxemburg, la teoría de la racionalización social de Max
Weber. La Escuela de Frankfurt, en tanto que esfuerzo sintético de dichas
corrientes, y en tanto que propuesta de diseño de la teoría social frente a las
proposiciones del positivismo lógico y el marxismo ortodoxo oficial, marca un
capítulo relevante en el desarrollo del pensamiento sociológico del último
siglo y, especialmente, de la crítica de la razón instrumental (terminología
acuñada por el propio Max Horkheimer en relación crítica con Max Weber). A su
vez, no poco debe este ejercicio crítico de la Escuela de Frankfurt a la obra
de Martin Heidegger e, incluso, del español José Ortega y Gasset, como antes a
los escritos de Oswald Spengler. Otros nombres destacados en esta reflexión
sobre la técnica son Jürgen Habermas, Jan Patocka, Hannah Arendt, Hans Jonas,
Jacques Ellul, Peter Sloterdijk o Josep Esquirol. Igualmente, en Venezuela, un
pensador de la talla de Ernesto Mayz-Vallenilla, montado sobre todos estos
precedentes y otros no mencionados aquí, construyó toda una valiosa reflexión
sobre la ratio technica, llegando a
una reconocida mundialmente crítica de la meta-técnica.
Por otra parte, cientos de películas, entre las
que destaca la filmografía de Stanley Kubrik y antes de Charles Chaplin, como
muchas obras de la literatura (Huxley, Orwell, Camus, etc.) han tenido el
conflicto humano con la técnica como eje narrativo.
Mucho se ha dicho entonces sobre la crítica de la ratio technica como principio racional hegemónico de las sociedades
modernas, de sus logros y de sus problemas, de sus posibilidades y de sus
límites. Y en el caso de Martin Heidegger, ha existido el intento claro de generar las
condiciones de posibilidad para repensar toda la metafísica occidental,
obsesionada por lo óntico, objetivo, instrumental. La ratio technica sigue siendo el tema de nuestro tiempo.
A propósito de la educación ética desde la impronta de John Dewey
Javier B. Seoane C.
La moderna ciencia de la
educación, formada durante los avatares decimonónicos, debe mucho a Johann
Friedrich Herbart (1776-1841). En el contexto de la Ilustración, Herbart
pertenece a una época de importantes filósofos de la educación como Rousseau o
Kant. A este último le sucedió en la cátedra de Königsberg y mantuvo un impulso
filosófico en ámbitos como la estética y la ética. Herbart puso también los
primeros cimientos de la naciente ciencia pedagógica, cimientos que acentuaron
a la psicología como base de la nueva disciplina.
Desde Herbart la ciencia de la
educación mantiene una tensión entre la base científica psicológica
concerniente a la transmisión de conocimientos y la base filosófica que se
pregunta acerca de los fines de la acción pedagógica. Como pensaba que la
finalidad de la educación consiste en crear un carácter moral en el niño y el
joven, la base de este brazo pedagógico será la ética (Lundgren, 1997: 49). La
psicología ofrece, entonces, los medios. La ética, el fin. Luego de Herbart, y
ya en marcha la ciencia pedagógica, la escuela obligatoria moderna y los
primeros institutos de formación docente profesional, junto con la emergencia
de la razón positivista, aparecerá una tercera rama de la disciplina educativa:
la sociología.
En sus inicios, la sociología tomó el
relevo filosófico en la preocupación ética. La naciente ciencia de la sociedad
tenía una misión ética. Así se deja ver en claro en el fundador de la
sociología de la educación: Émile Durkheim (1858-1917). Para este francés, la
sociología podía encontrar una moral científica al distinguir con precisión los
hechos sociales normales de los hechos patológicos y, de esta forma, contribuir
a la conformación de una sociedad «sana». Durkheim no pensaba, como Platón
hacía con relación a los filósofos, que los sociólogos debían gobernar; la
misión de ellos sería, más bien, la de asesorar y educar a la sociedad. Para
ello, la educación resultaba fundamental.
Comprometido con los ideales políticos de la tercera
república francesa y la filosofía positivista, Durkheim defendió con fuerza el
concepto de una educación escolarizada obligatoria y laica, que sirviera a la
constitución moral ciudadana del nuevo Estado francés. Así, su teoría
pedagógica se basa sobre los conocimientos científicos positivos de la
psicología y, especialmente, de la sociología —en el entendido de que esta
última ciencia proporcionaría, sobre todo, los elementos éticos imprescindibles.
Sin duda, el énfasis sociológico se vincula aquí con el proyecto de gran
reforma encarnado en aquella tercera república. La educación durkheimiana
descansaría en la sociología en función de orientar la reforma social.
La razón positivista, reformista en un comienzo y
revolucionaria frente a las aspiraciones del antiguo régimen, pronto devino en
una razón conservadora del nuevo orden social. Era la razón de la clase
capitalista triunfante. Se comprimió en razón teleológica, instrumental, en
claro abandono de la rama teológica que algunos de sus fundadores,
especialmente Comte, sostuvieron. Como bien la trabajó teóricamente Max Weber,
y luego los frankfurtianos Horkheimer, Adorno y Marcuse, esta razón teleológica
o instrumental reduce todo a cálculo. Declarada incompetente para dar cuenta de
los fines humanos, a los que reduce
siempre a la subjetividad y de los que sólo puede juzgar en cuanto a su
viabilidad, esta razón se conforma con la búsqueda de los mejores medios en términos
de eficacia y eficiencia. Es una razón económica, idónea para un mundo
industrial que quiere autoconservarse a expensas del juicio ético, político,
crítico.
Esta razón teleológica, instrumental, obsesionada por el
cálculo, es la razón de la especialización disciplinaria, de la renuncia a la
síntesis y al pensamiento holístico. Su principio es cartesiano, basado en la
separación entre sujeto y objeto, en el sometimiento a principios metodológicos
sustentados sobre la división de lo complejo en partes simples —suponiendo ello
un claro compromiso ontológico atomístico. Se trata de una actitud lingüística
matematizante del universo todo, que desconoce la legitimidad de otros
lenguajes para hablar el mundo, a la par que se desconoce a sí misma como una
metafísica entre otras metafísicas, como un lenguaje entre otros lenguajes. No,
ella se define como la ciencia en el
sentido del el conocimiento de la realidad única.
Esta razón, vuelta hegemónica en los avatares de la
historia occidental de los últimos siglos, se institucionalizó exitosamente en
los centros educativos, académicos y científicos de nuestras sociedades. Se
volvió currículo escolar y se instaló hasta en los tuétanos de las antiguas y
nacientes profesiones que, si bien siguieron teniendo ciertas reminiscencias
religiosas en sus autorrepresentaciones, pasarían a definirse en términos
técnicos. Las nacientes ciencias de la educación no serían ajenas a esta
avasallante hegemonía instrumentalizadora. De aquellos grandes brazos dados por
Herbart, uno, el psicológico conductista, se superdesarrollaría. El otro, el
ético, quedaría relegado a lo filosófico deslegitimado como conocimiento.
También el aporte sociológico durkheimiano pasaría a la trastienda por su
vocación holística, inaprehensible para la razón cartesiana. La sociología
sobreviviente sería la sociología estadística, la sociología de las leyes
estocásticas, la sociología como sociometría, siempre sincrónica.
La educación institucionalizada en las universidades se
construyó, entonces, desde la psicología conductista del aprendizaje y se
entendería a sí misma como una profesión técnica, obsesionada muchas veces con
las tecnologías educativas, con la didáctica y la planificación. Se centraría
en el currículo como técnica, nunca como política, como ética-política. Los
fines de la educación era cosa más filosófica y política que «científica». Y
ello se manifestó, también cartesianamente, en el terreno curricular que
modelaron y contribuyeron a institucionalizar estas ciencias educativas:
predominio de asignaturas separadas entre sí, como departamentos estancos, con
énfasis en las ciencias naturales y en la reducción instrumentalista de las
humanidades: el lenguaje como gramática, como morfosintaxis; la poesía como
métrica; la historia como colección de fechas, sucesos y personajes,
preferentemente militares; las ciencias sociales como higiene; la educación
ciudadana como derecho memorizado.
En este marco, la razón y actitud éticas resultaban
incómodas, no porque los valores fuesen prescindibles a la vida humana sino porque
no eran aprehensibles para la orientación de la razón positivista
post-decimonónica. De lo ético no cabía hablar en lenguaje matemático, en
cálculo y en reducción técnica. En este sentido, o lo ético se volvió una
asignatura más entre otras, generalmente con tonos moralistas y «moralinos», o,
en algunos casos, desapareció del currículo escolar en todos sus niveles. Lo
ético era filosófico, cuestión de valores, de subjetividades, nunca
«científico», nunca tangiblemente real, no sometible a observación experimental.
Muchas voces se opusieron a esta colonización de las
ciencias pedagógicas por la racionalidad teleológica. Entre ellas, destacaremos
las de la Escuela nueva, con especial referencia a John Dewey (1859-1952). Filósofo
y científico pragmatista, Dewey encarnaba una actitud reformista profundamente
democrática. Clásico, por excelencia, de la pedagogía para la democracia, resaltó
la raíz ético-política de la empresa educativa.
Para Dewey, la educación ética y política para la
democracia transitaba todo el sistema curricular educativo. No existía materia
que no tuviese vínculos con los valores y la acción democráticas y
democratizadoras —y así lo legó en su Democracia
y educación de 1916, que subtítulo “Una introducción a la filosofía de la
educación”. Así, por ejemplo, la enseñanza de las ciencias naturales y
formales, si se entendía en términos de acción intelectual y práxica, de
proceso, y no en términos de productos acabados (reificados) para el consumo
del estudiante, proporcionaría una actitud que hoy, habermasianamente,
denominaríamos de racionalidad ética comunicativa. En palabras de Dewey en su clásico "Democracia y educación":
“La abstracción y la generalización científica
son equivalentes a adoptar el punto de vista de todo hombre, cualquiera que sea
su localización en el tiempo y el espacio.” (1995 [1916]: 195).
La
ciencia moderna como proyecto constituyó una revolución contra la autoridad
(autoritaria) de los dogmas de fe, de las verdades reveladas que sobrevivieron en
el devenir de los siglos por ejercicio de una dominación originada, la más de
las veces, militarmente. Se trató de una revolución con una definida actitud
crítica, emancipadora, con vocación persuasiva, retórica (en el buen sentido),
dialógica. Su lugar era la discusión para persuadir y convencer, no la imposición
de una fe. La argumentación, con sus demostraciones y pruebas sometidas a lo
público, fue el medio para enfrentar el autoritarismo. Su racionalidad, como
señala Dewey, tuvo un notorio énfasis comunicativo universalizable. Sólo
después, tras la Ilustración, la razón positivista dio una vuelta de tuerca
para trocar autoritaria aquella ciencia, para volverla excluyente de las
otredades cognoscitivas, para tornarla autoritaria, logocéntrica y «logocida». Si
se descosifica esa ciencia de la razón positivista —esto es, si se rehumaniza—,
se recuperaría como actitud reflexivo-crítica, democrática, universalizable. Y
por ello, la educación en las ciencias naturales resulta, al menos para Dewey y
para nosotros, indisociable de una educación ética y política.
Lo que se ejemplifica con las ciencias
naturales y formales puede hacerse con otros saberes, con otras asignaturas. No
en balde el libro citado de Dewey recorre una gran variedad de ellas
poniéndolas en sintonía con un ethos democrático.
Pues, para Dewey, y para nosotros, la educación ética ha de entenderse en
cuanto que eje transversal de toda educación, concepción ésta opuesta a la
racionalidad instrumental que ha imperado durante más de un siglo en las
ciencias de la educación y sus manifestaciones en la institución escolar.
Entender los saberes sólo en su
dimensión técnica es abstraerlos de los contextos sociales en los que emergen y
son utilizados cooperativamente. Los saberes constituyen fines para la acción
humana y, en tanto tales, resultan portadores de una dimensión ética de la que
no pueden escapar. Su carácter normativo se manifiesta en la propia
justificación que los legitima. Obviar este condición conduce a un saber
recetado que se copia en un cuaderno como fórmula para sobrevivir en el ejercicio
de una profesión, empleo u oficio. Igualmente, conduce a entender la moral como
deontología, como externa prescripción. En palabras, una vez más, de Dewey:
“El hábito de identificar las características
morales con la conformidad externa a las prescripciones de la autoridad puede
llevarnos a ignorar el valor ético de estas actitudes intelectuales, pero el
mismo hábito tiende a reducir la moral a una rutina muerta y automática.
Consiguientemente, aun cuando tal actitud tiene resultados morales, los resultados
son moralmente indeseables, sobre todo en una sociedad democrática en la que
tanto depende de las disposiciones personales.” (1995 [1916]: 297).
Precisamente, se tratan este saber técnico y
moral prescriptiva del saber y la moral conveniente a la amalgama dominante de
intereses económicos, mediáticos, partidistas y militares. Una educación ética
para la democracia debe contribuir a la formación de un ciudadano y ser humano
integral que comprenda esta amalgama de fuerzas imperantes en nuestro mundo para
oponerle una acción efectivamente democratizadora. De más está decir que esta
tarea no resulta fácil toda vez que dicha amalgama se opone a este deber de la
educación democrática.
Dewey
resultó una mentalidad que se adelantó en su tiempo a lo que, con el
Wittgenstein tardío, sería a partir de los años cincuenta la razón y actitud
postpositivistas. Para esta razón y actitud, para esta razón-actitud, la
observación resulta inseparable del lenguaje teórico. Es desde éste que se
observa y cobran valor los datos. Distintos lenguajes teóricos dan lugar,
entonces, a distintos descripciones del mundo, a distintas perspectivas, a
distintos mundos. Cada lenguaje, al dar cuenta de su mundo, tiene consecuencias
para la acción. Describir el mundo de un modo supone comprenderlo de ese modo y
actuar en consonancia. De esta manera, se desvanece la ilusión positivista de
que hay un lenguaje privilegiado para describir los hechos del mundo; esto es,
se derrumba el sueño del lenguaje como espejo de la naturaleza (Rorty). Por
ello, los lenguajes disciplinarios de los conocimientos, al suponer la esencia
selectiva de todo sujeto dotado de lenguaje, tiene necesariamente un carácter
normativo.
Dewey
fue (y es) una voz del gran coro que comprende, coro en que nos inscribimos con
nuestra modesta voz, que lo ético no puede entenderse únicamente como una
asignatura más en la vida de un estudiante, sino como un eje transversal en
tanto y en cuanto que constituye una dimensión inexorable a todo saber.
Popper y Heidegger: dos caminos adversos para fundamentar epistemológicamente la educación para la democracia
Javier B. Seoane C.
La educación se entiende no pocas veces como una
profesión técnica, obsesionada con las tecnologías educativas, la didáctica y
la planificación. Ello se manifiesta cartesianamente en el terreno curricular que
modelan estas ciencias pedagógicas como predominio de asignaturas separadas
entre sí, con énfasis en las ciencias naturales y en la reducción instrumentalista
de las humanidades. El lenguaje se reduce a gramática; la poesía a métrica; la
historia a una colección de fechas, sucesos y personajes, preferentemente
militares; las ciencias sociales se confunden con higiene y la educación
ciudadana con derecho memorizado. Se impone el lenguaje matemático y de lo
ético no cabe hablar mucho llegando, en algunos casos, a desaparecer del
currículo escolar. Lo ético es cuestión de valores, de preferencias, hasta de
gustos, no objeto de observación experimental.
Muchas voces se opusieron a esta colonización de las
ciencias pedagógicas por la racionalidad instrumental y cartesiana. Entre
ellas, especial referencia cabe dar a John Dewey (1859-1952), faro que orienta
el concepto de educación para la democracia que nutre al trabajo que proponemos.
Dewey entendió que la educación ética y política transita todo el sistema
curricular. En su Democracia y educación (1916)
sustentó que no hay materia que carezca de vínculos con valores y acciones
democráticas. Así, por ejemplo, la enseñanza de las ciencias naturales y
formales, si se entiende en términos de acción intelectual y práxica, de
proceso, y no en términos de productos acabados (reificados) para el consumo
del estudiante, proporciona una racionalidad que hoy, habermasianamente,
denominamos comunicativa.
Y es
que la ciencia moderna constituyó una revolución contra el autoritarismo de los
dogmas de fe, de las verdades reveladas que sobrevivieron en el devenir de los
siglos por ejercicio de una dominación originada, la más de las veces,
militarmente. Se trató de una revolución con una definida actitud crítica,
emancipadora, con vocación persuasiva, dialógica. La argumentación, con sus
demostraciones y pruebas sometidas a lo público, fue el medio para enfrentar el
autoritarismo. Su racionalidad, como señala Dewey, tuvo un notorio énfasis
comunicativo universalizable. Sólo después, tras la Ilustración, la razón
positivista dio trocó autoritaria aquella ciencia, la volvió logocéntrica y
«logocida», excluyente de las otredades cognoscitivas, Se precisa descosificar
esa ciencia de la razón positivista, recuperaría como actitud
reflexivo-crítica, democrática, universalizable, para que resulte, como quería
Dewey, indisociable de una educación democrática.
Lo ejemplificado
con las ciencias naturales Dewey lo hace también con otros saberes, los cuales no
escapan de ser portadores de una dimensión ética al responder siempre a fines
humanos. Su carácter normativo se manifiesta en la propia justificación que los
legitima. Obviar este condición conduce a un saber recetado que se copia en un
cuaderno como fórmula para sobrevivir en el ejercicio de una profesión o,
simplemente, para responder al examen de rigor.
Con Dewey arribamos también a la tesis, hoy
más vigente que nunca, de que distintos lenguajes teóricos dan lugar a distintos
mundos; a descubrir, diría Heidegger, distintos caminos del Ser. Cada lenguaje,
al constituir un mundo, tiene consecuencias para la acción. Describir el mundo
de un modo supone actuar en consonancia. De esta manera, se desvanece la ilusión
positivista de que hay un lenguaje privilegiado para describir los hechos del
mundo; esto es, se derrumba el sueño del lenguaje como espejo de la naturaleza
(Rorty). Por ello, los lenguajes disciplinarios de los conocimientos, al
suponer la esencia selectiva de todo sujeto dotado de lenguaje, o quizás de un
lenguaje dotado de sujetos, tiene necesariamente un carácter normativo. Lo
peligroso es que este carácter sea autoritario o incluso totalitario, la
negación de un ethos democrático
imprescindible para el desarrollo pacífico de una sociedad que es plural y se
quiere plural. Un ethos que en cuanto
tal exige entender la democracia más allá de un mero sistema político, y que,
en consecuencia, no puede comprimirse a una asignatura aislada en el sistema escolar.
Por el contrario, este ethos descansa
en una plataforma epistémica transversal y transdisciplinaria que comprende a
los saberes inexorablemente vinculados con tomas de posición ante el mundo.
II
Llegados aquí, la investigación que se propone
quiere explorar en las obras de Karl Popper y Martin Heidegger dos caminos para
fundamentar epistemológicamente la educación para la democracia en la clave ya
expuesta. Seguidamente, se busca establecer un diálogo entre ambos pensadores a
propósito de esta educación.
A Popper se lo reconoce por su defensa de la
sociedad abierta, liberal y democrática. Una de sus bondades, sin duda, a pesar
de las confusiones de unos pocos, fue tempranamente enfrentar los cierres
dogmáticos del positivismo verificacionista del círculo de Viena, el marxismo y
el psicoanálisis dogmáticos. Todos estos lenguajes caracterizados por erigirse
en absolutismos epistemológicos, resultan perniciosos más allá de la ciencia al
encarnarse en sujetos políticos constructores de sociedades cerradas, de
dictaduras con vocación totalitaria. En este sentido, Popper aprecia nexos de
implicación entre las adopciones de posturas epistemológicas y determinadas
actitudes ético-políticas. Consideró que su propuesta de racionalismo crítico
era el camino para el progreso, siempre limitado, del quehacer científico,
siendo, a la par, una actitud epistémica apuntaladora de actitudes políticas
democráticas.
Para Popper, la ciencia es una práctica de
conjeturas y refutaciones. No hay lenguajes teóricos privilegiados para hablar
del mundo. Existen, al revés, lenguajes diversos que descubren la diversidad de
mundos en el mundo. Para Popper, cualquier conjetura es legítima para ensayar
respuestas a las cuestiones fundamentales. Mitos, religiones, ciencias ocultas
y demás especies nutren a las conjeturas que forman parte vital del
descubrimiento científico, siendo así la ciencia una empresa abierta a la
escucha de múltiples lenguajes. De ello, por supuesto, no se sigue que todo sea
justificable. Por el contrario, el método de la práctica refutadora acompaña a
la voluntad conjetural. Todo enunciado científico será tal siempre y cuando
establezca las condiciones de su refutación, convirtiendo este quehacer en una
actividad esencialmente crítica y abierta.
Hasta aquí la lógica de la investigación
científica popperiana luce coherente y casi resulta una obviedad que serviría
de alimento a una educación para un ethos
democrático en la clave deweyana ya asomada. Pero aquí arrancan también una
serie de problemas en el planteamiento de Popper. Por ilustrar uno de ellos.
Willard O. Quine, incrustó una estocada fatal en el cuerpo del positivismo que
por rebote golpeó a Popper. Dijo y mostró que se pueden verificar o falsear muy
pocos enunciados en el campo observacional científico, con el agravante de que
estos enunciados protocolares pertenecen a los anillos exteriores de las
teorías científicas, jamás a sus núcleos. En otras palabras, lo que en ciencia
se puede refutar es enteramente marginal a la teoría. Si con Locke la unidad de
significación fue la palabra y se quedó muda, a partir de Frege la unidad
significativa lo fue el enunciado. El positivismo y Popper suscribieron a Frege
en este punto. Empero, para Quine el enunciado se quedó demasiado corto. Para él, y para el postpositivismo, la unidad
significativa son las teorías científicas inscritas en un contexto
sociocultural dado. Y estas teorías tienen sus propias defensas frente a las
falsaciones. En palabras de Quine:
"…el todo de la ciencia es como un
campo de fuerza cuyas condiciones límite da la experiencia. Un conflicto con la
experiencia en la periferia da lugar a reajustes en el interior del campo: hay
que redistribuir los valores veritativos entre algunos de nuestros enunciados.
(…) Una vez redistribuidos valores entre algunos enunciados, hay que
redistribuir también los de otros que pueden ser enunciados lógicamente
conectados con los primeros o incluso enunciados de conexiones lógicas. Pues el
campo total está tan escasamente determinado por sus condiciones-límite ─por la
experiencia─ que hay mucho margen de elección en cuanto a los enunciados que
deben recibir valores nuevos a la luz de cada experiencia contraria al anterior
estado del sistema."
(Quine: Desde un punto de vista lógico, pp. 86-87).
¿Qué nos lleva,
entonces, a inclinarnos más por una teoría que por otra? Seguidamente, la
respuesta de Quine:
"…en cuanto a fundamento
epistemológico, los objetos físicos y los dioses difieren sólo en grado, no en
esencia. Ambas suertes de entidades integran nuestras concepciones sólo como
elementos de cultura. El mito de los objetos físicos es epistemológicamente
superior a muchos otros mitos porque ha probado ser más eficaz que ellos como
procedimiento para elaborar una estructura manejable en el flujo de la
experiencia."
(Quine: Desde un punto de vista lógico, p. 89).
En resumen, la
solución a ciertos problemas que se plantean dentro de un contexto
sociocultural es lo que hace que una teoría cobre legitimidad pragmática frente
a otras. Queda, de este modo, señalado el vector postpositivista desde Quine
hasta Rorty. Queda, igualmente, señalado un punto neurálgico para las
pretensiones popperianas de anclar un criterio para el progreso de la ciencia.
Conjeturas sí, refutaciones siempre tangentes. Pareciera que ni
verificacionismo ni falsacionismo, sino relativismo es lo que se impone. Y el
relativismo puede ser el vale todo que se anula a sí mismo. ¿Puede responder la
obra de Popper a estas y otras críticas cruciales? Y, de responder, ¿pueden sus
respuestas servir de asidero a una educación para la formación democrática?
Veremos en los próximos meses qué conjeturas podemos formular para dar
respuesta a estas interrogantes. Por lo pronto, digamos que en su última etapa,
a partir de la formulación de la teoría del mundo 3, encontramos elementos
fructíferos para ello.
Célebre, y no exento de polémica, es la obra
del otro polo de este diálogo imaginario que hemos planteado, Heidegger.
Escribió el filósofo de la Selva Negra que la ciencia no piensa. De modo que ya
de entrada los caminos de Popper no son los suyos. Pero, además, ¿tiene sentido
plantearse que la obra de un filósofo perseguido por el fantasma del nazismo
pueda servir de asidero nada menos que a una formación democrática? ¿Tiene sentido
plantearse este trabajo en un pensador acusado de irracionalista, en un
filósofo impugnador del humanismo y que dejó como mensaje en su botella de
náufrago que “sólo un Dios podrá salvarnos”? Heidegger postuló una diferencia
ontológica denunciante de que estamos sumergidos en lo óntico, en los entes y las
cosas, en la separación sujeto-objeto; un sumergirse que olvida el Ser, al
cual, por cierto, jamás tendremos acceso por vía del discurso lógico, racional,
de las ciencias y la filosofía. Más nos aproximamos al mismo por los caminos de
la poesía.
Rector de la Universidad de Heidelberg durante
los inicios de la intervención nazi, cuyo discurso inaugural de ese rectorado coqueteó
con el ideario temprano del Partido y sin sombra de remordimientos por ello, no
parece Heidegger buen compañero de viaje para demócratas. Y seguramente ello se
agrave con su feroz crítica a la sociedad moderna de masas y sus regímenes
políticos y no sólo políticos. Con Sloterdijk cabe decir que Heidegger no
conduce ni a la democracia, ni al socialismo, ni a la teoría crítica y tampoco
al capitalismo, sino al retiro monacal. Y si de educación se trata, tampoco nos
lleva a credo pedagógico alguno. Así que, ¿educación y democracia en Heidegger?
Si bien no hay pocos obstáculos para encontrar
en Heidegger fundamentos para la formación de un ethos democrático, sostendré que en su obra conseguimos claves
importantes para repensar esta formación. No en balde estamos ante el precursor
de la hermenéutica ontológica y uno de los críticos más mordaces de la
filosofía objetivista de la presencia y de la ratio technica moderna, así como
el pensador que concibió que el Ser se manifiesta en una pluralidad de caminos,
de develamientos que no son exclusividad de saber alguno. Pocas veces la
filosofía occidental ha resultado tan terrenal, y quizás nunca tan terrenal,
como en la obra de Heidegger. ¿Terrenal quien abandona lo óntico en pos de lo
ontológico? Suena paradójico. Y hasta puede aumentarse esa paradoja si decimos
que en su coqueteo descarado con el nazismo, es decir, en su discurso sobre la
Universidad, se pueden encontrar elementos para sustentar un discurso para la
democracia en la educación. Después de todo, ¿no encontramos allí una actitud
impugnadora con una educación que en lugar de preguntarse por el sentido se
reduce a un tratamiento instrumental de conocimientos e informaciones
parcializadas de cara a conformar profesionales ciegos con su entorno y consigo
mismos? El desafío está en juego, las cartas están echadas. Sólo queda mostrar,
convencer y persuadir sobre la posibilidad de un Heidegger bastión de la
educación para la democracia. Para ello, y al igual que en el caso de Popper,
tomaremos una muestra significativa, bastante grande, de la obra del filósofo,
ya leída y en proceso de análisis (aunque esto último, quizás, disguste al
espíritu de su autor).
Es entre estos dos pensadores, entre Popper y
Heidegger, que queremos entablar un diálogo imaginario. La agenda está pautada:
la educación para la democracia hoy.
Muchas
gracias.
Ciudad
Universitaria de Caracas, febrero de 2015
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