miércoles, 22 de mayo de 2019

Ética en sociología

Resulta muy grato invitaros a escuchar este diálogo sobre la eticidad de la práctica sociológica en este siglo XXI entre tres brillantes jóvenes de la Universidad Central de Venezuela llamadas Andrea Molina, Carlota Ramírez y Génesis Urbina:
Tres sociólogas en diálogo sobre su hacer sociología



sábado, 27 de abril de 2019

Los relojes públicos de Caracas

Javier B. Seoane C.
A mis sobrinas Carmen Amalia y Abril Valentina

Hace apenas poco más de medio siglo Caracas era un entorno urbano sin grandes edificaciones y sin mayor extensión más allá de su centro fundacional: la plaza Bolívar, otrora Plaza Mayor, con sus respectivos centros de poder político, militar y eclesiástico. En alusión a las tejas de sus pequeñas casas, le decían “la ciudad de los techos rojos”, sintagma atribuido a uno de sus cronistas: Enrique Bernardo Núñez. Alrededor de la reducida ciudad imperaban aún los vestigios de haciendas cafetaleras y algún que otro trapiche para procesar caña de azúcar. Pero todo ello cambió a partir de los años cuarenta, volviéndose progresivamente la capital de un poderoso petro-estado que, cual nuevo rico, no escatimó en gastos para llevar a cabo un acelerado proceso de modernización. Se construyeron entonces lujosos hoteles y se atravesó la ciudad por amplias autopistas con complejos distribuidores para conectarlas entre sí y, cuyos enredados tramales, les dieron nombres apropiados a los mismos: el pulpo, la araña, el ciempiés. Sobre aquellas autopistas, imponentes como las de cualquier metrópolis estadounidense de la época, circulaba un parque automotor a la moda y de gran cilindrada. Prosperaron, además, los centros comerciales y alguno de ellos, construido alrededor de una roca, objeto de reflexión de nuestro querido Diego Larrique, hasta fue diseñado para que los automóviles entraran hasta los mismos pisos de las tiendas. Grandes salas de cine, cobijadas por sendas edificaciones, se estrenaron y, a las dos o tres décadas, fueron derrumbadas para alzar en sus lugares portentosos centros financieros y nuevos centros comerciales sobre los cuales se levantaron rascacielos de oficinas recubiertos por espejos para reflejar su inmensidad ─y también propagar el caluroso clima del trópico e incrementar el consumo energético en climatizadores.

Aquel vertiginoso crecimiento urbano se desaceleraría a partir de los años ochenta. Uno de las últimas edificaciones de centros bancarios, con helipuerto incluido, próximo al centro de la ciudad, no se concluiría debido al desplome del sistema financiero en 1994. Paradójicamente, se transformaría por años en una favela vertical ocupada por miles de habitantes sin techo que, poco a poco y por los menesteres de la pobreza, terminarían deconstruyéndolo en parte, vendiendo sus vidrios de espejo, sus marcos de aluminio, y todo lo que se pudiera depredar de la mole de más de cincuenta pisos. Así se transformó Caracas, con la violencia de olas de modernización que durante unas pocas décadas borraron la infraestructura rústica de un pasado agrícola y artesanal. Olas modernizadoras que crearon una urbe con muchas de las bondades de la técnica y la tecnología al uso, dispuesta para el consumo abundante y barato de gasolina ─aunque con severas carencias de aceras para el tránsito de los peatones en muchos de sus lugares, pues la Caracas del siglo XX no se hizo para caminarla sino para atravesarla en auto.

¿Se puede borrar una mentalidad, un espíritu cristalizado por siglos, con la misma fuerza y prontitud con la que un bulldozer derriba la casona de una antigua hacienda? Cuando Max Weber esboza el espíritu del capitalismo como una de las máximas expresiones de la modernidad acude a una serie de pasajes de Benjamin Franklin cuyo denominador común es el deber de aprovechar el tiempo al máximo. “Time is money”, nos dice Franklin. En él, y en su frase repetida hasta la saciedad, se personifica el espíritu del moderno capitalismo, espíritu para el que el reloj se vuelve una máquina vital. Mecanismo que regula otros mecanismos de la técnica pero también a organismos biológicos como el nuestro, el humano. Se dice que el hábito hace al monje. Se dice, igualmente, que el reloj apareció en los monasterios medievales de monjes para ordenar las horas de rezo y de labores. Puede decirse entonces que, a cierta altura, el hábito de los monjes fue regulado por el reloj. Weber, por su parte, nos legó la imagen de que la reforma protestante incorporó en los cuerpos de sus mujeres y hombres una rigurosa disciplina de vida en la que el reloj, y particularmente el reloj de pulsera ─el watch que nos observa, que nos vigila─, reguló nuestros hábitos, disciplinó nuestros cuerpos. La lógica temporal del monasterio salió de sus puertas y, yuxtapuesta con la lógica de las revoluciones modernas de la ciencia, la industria y la sociedad modernas, emergió la lógica de las metrópolis del mundo de los últimos siglos. Georg Simmel, al respecto, se pregunta qué sería de la Berlín de 1903 si fallaran los relojes por unos pocos minutos. Y vaticina el caos apocalíptico, tal como lo vaticinó el llamado “error del milenio” para las metrópolis del año 2000.

Toda gran capital que se precie de tal está atravesada por ríos de ciudadanos que se entrecruzan tan mecánicamente como mecánicos fueron sus respectivos relojes pulsera hoy vueltos digitales tras la revolución cibernética. En una capital así no faltan lugares altos, visibles para casi todos, sendos relojes que marcan la hora pública. Muchos de esos relojes, como el del Big Ben de Londres o el de la Plaza del Sol de Madrid son centros simbólicos de la ciudad.




  
Los madrileños no llegan, por supuesto, al grado de obsesiva precisión de los londinenses, quienes han dispuesto relojeros de turno, todos los días y a toda hora, para atender de inmediato cualquier emergencia que acontezca al archiconocido reloj. La regla es que no se atrase ni un segundo en ningún momento.

Caracas no es menos. Dispone a granel de habitantes con digital watches y no faltan relojes públicos en sitios de simbólica altura, si bien ya no con tanta abundancia como en el siglo pasado. Pongamos dos casos: los del edificio de La Previsora y el de la Ciudad Universitaria, dos relojes muy lógicos para sitios igualmente lógicos.



El nombre del primero ya nos indica algo. Prever, caro verbo para la personalidad moderna, resulta buen negocio para la ramificación del capital financiero dedicado a los seguros. “La Previsora” es el inmejorable nombre de una compañía aseguradora cuya sede está en un edificio emblemático de Caracas del mismo nombre y con forma piramidal siendo, si se quiere, bastante faraónico para la ciudad caribeña de 1973. Presidiendo “La Gran Avenida” que conduce a la Plaza Venezuela, ocupa un lugar estratégico del valle que lo hace visible desde múltiples ángulos. Orgulloso en su cúspide ostenta su reloj, aún hoy el más referencial para el citadino de estos lares. Súper moderno para la época, con guarismos apropiados a su digitalidad e iluminado por potentes luces fue hecho, qué duda cabe, para marcar la hora de la Ciudad, una con la precisión del seguro que se vence un segundo después de las doce del mediodía si no lo has renovado con la oportuna previsión. El reloj te recordará una y otra vez que debes hacerlo.

En cuanto al segundo, que hoy forma parte del Patrimonio Arquitectónico de la Humanidad, pues la UNESCO ha considerado a la Ciudad Universitaria de Caracas una síntesis de las artes, una ciudad museo de valioso estilo modernista, fue construido próximo al Edificio del Rectorado de la Universidad para señalarle la hora a la comunidad universitaria. Y es que no puede concebirse una universidad moderna sin la precisión horaria de las entradas y salidas de clases. Durante ya varias décadas, con su forma de reloj de arena, marca los minutos en sus tres caras analógicas con agujas amarillas sobre fondo negro, para que con este contraste su visibilidad sea indudable. Centenares de promociones de egresados se han fotografiado al pie de este simbólico reloj.

Lo curioso de estos relojes de Caracas es que nunca podemos estar muy seguros de qué hora dan, pues no en pocas ocasiones su hora pertenece a otras latitudes, algunas hasta muy distantes, mientras que en otros momentos se asemejan a los relojes de esa pesadilla del Dr. Isak  de las “Fresas Salvajes” de Bergman, relojes que no dan ninguna hora, sin agujas, sin guarismos, pertenecientes a unas calles fantasmagóricas, más propias de unas “casas muertas” que de una boyante capital con portentosos centros financieros y académicos. Cortesía de youtube, y gustoso de que la genialidad narrativa de Bergman opaque mi mal nutrida prosa, os dejo esa pesadilla, que no sé por qué tanto me recuerda a nuestro presente venezolano:



De vuelta a nuestro tema, carecemos los caraqueños de la obsesión de los londinenses por la exactitud de la hora. A nuestras “casas muertas” no entró el tiempo mecánico de la revolución industrial y de la mecánica celeste newtoniana. Nuestros relojes públicos manifiestan cierto anhelo de algunos previsores que quisieron que entrara dicha temporalidad, desde el colonial de nuestra Catedral hasta el que nunca operó de la vieja “Torre Bazar Bolívar” en El Marqués, pues lo agarró de inmediato el “viernes negro” de 1983.  
 
Mas es falso que la historia sea de los previsores, la historia es facticidad de nuestro ser arrojados al mundo, de nuestro ser-en-el-mundo (siempre con el querido Heidegger) hecho mundo-de-la-vida, Lebenswelt (y ahora con el querido Husserl de la Krisis y las luces de Alfred Schütz). Los previsores y los genios trascienden los límites culturales de una época siempre y cuando esa época esté preparada para crearlos y luego aceptarlos. Nuestra apropiación pública del tiempo no es la londinense, no puede serlo, no somos protestantes y mucho menos industriales y posindustriales. Somos una sociedad sufrida, como tantas otras. Pero, y al igual que toda sociedad, sufrida a su manera. And our way de sufrimiento está marcado por una colonización muy diferente de la norteamericana, por una institucionalización tardía de dicha colonia (S. XVIII), por un siglo XIX de guerras intestinas y no intestinas brutales y por un siglo XX cuasi-mágico (con la línea Uslar-Cabrujas-Coronil) de la mano de la lotería de la “riqueza” petrolera. Medio milenio de cambios bruscos, de miseria palúdica y American way of life. Pero en estos cambios bruscos hay líneas de continuidad. Una de ellas es que a lo largo de todo este tiempo cada hēgemṓn ha concebido al país como un gran campo minero. Así lo vio el conquistador originario y convirtió a Cubagua en un desierto caribeño. El mantuano se propuso cultivar la tierra pero sólo para explotarla y vivirla él en París o Londres. Luego, con el “excremento del diablo” ni hablar. La Venezuela miserable, palúdica y analfabeta, archipiélago (Pino Iturrieta) de 1901 puso su empeño en ponerse al día insuflando modernización con renta petrolera. Cuando el proceso rentista culminó su destino en el “socialismo del Siglo XXI”, cuando el paroxismo revolucionario de las estatizaciones y el prejuicio a todo lo privado en economía alcanzó su culmen, nos ha quedado entonces la “Sabana” de Símón Díaz o el “Ruperto” de Alí Primera, nos han quedado las Casas Muertas de Otero Silva otra vez.

La historia humana es facticidad, está en los mundos-de-la-vida. No podemos vivir los relojes como los londinenses, para nosotros son más bien curiosidades, ornamentos citadinos y los watches no nos vigilan. Pasee usted por el metro de Caracas (cuya temporalidad tampoco es muy mecánica por cierto) y fíjese en esos watches de mujeres y hombres. Se sorprenderá de que muchos tampoco muestran la hora local, bien porque están detenidos por algún desperfecto, bien por algún enigma que no podemos develar por ignorancia. Eso sí, adornan muy bien las muñecas de nuestras gentes.

Lebenswelt o mundo-de-la-vida ha sido una categoría fundamental de la cultura de la ciencia social contemporánea. Alfred Schütz y Thomas Luckmann en Las estructuras del mundo de la vida (traducción por Néstor Míguez editada por Amorrortu) nos lo presentan como nuestro mundo circundante y compartido, presupuesto intersubjetivamente y hecho parte del sentido común, incuestionable hasta que los hábitos de nuestras prácticas dejen de funcionar en la solución de los problemas cotidianos. Por ello, el Lebenswelt resulta pre-reflexivo, marcado por la actitud natural, contrario a la duda metódica cartesiana. “Nací en él y presupongo que existió antes de mí”, nos dicen los autores. Y siguen: “Presupongo además que la significación de este «mundo natural» (que ya fue experimentado, dominado y nombrado por mis predecesores) es fundamentalmente la misma para mis semejantes que para mí, puesto que es colocado en un marco común de interpretación.”. El Lebenswelt constituye nuestra realidad por excelencia, incuestionable salvo por cuestionadores de oficio, siempre “un poco loquitos”. ¿A quién carajo se le puede ocurrir si no que los bellos bulevares de nuestras ciudades son aparatos urbanos de control social ante potenciales motines? No a la parejita de novios que atraviesa el suyo tomados de la mano camino del cine ni al transeúnte que apurado quiere llegar a “La Previsora” para renovar su póliza de la ahora compañía estatizada por la revolución. Sólo a unos ociosos, a unos “loquitos” se les ocurre volver el bulevar un aparato de dominación de clase. Nunca al sentido común del Lebenswelt.

En el Lebenswelt de una sociedad que nunca fue industrial por estar al margen de la conquista moderna del mundo; en el Lebenswelt de una sociedad que “mágicamente” levantó aerolíneas comerciales (dicen que la venezolana Aeropostal fue la quinta aerolínea comercial del planeta), ciudades universitarias maravillosas, autopistas como las de California pobladas con lujosos autos made in Detroit y demás enseres domésticos de la modernidad; en ese Lebenswelt no surgido de la misma tierra, del trabajo de hormiguita de miles y miles de humanos a lo largo de muchas décadas, los relojes mecánicos y ahora digitales no constituyen ese centro vital de “biopoder” que son en Berlín o Londres. ¿Un relojero de turno las 24 horas por los siete días de la semana para vigilar el preciso funcionamiento del reloj? Hay que ver vainas. Estos londinenses están locos e’ bola.

No vivimos los relojes de la misma manera queridos. Los relojes son artefactos muy distintos para cada mundo cultural. Nosotros no somos locos e’ bola. Somos soleados y relajados. ¿Bondad o maldad en ello? Ninguna a priori. Por lo pronto, me quedo en este mundo pues no saben cuánto amo los cielos de la sultana del Ávila y sus escandalosas guacamayas del alba y el ocaso, quizás como hoy el gran Hugo Pérez Hernáiz ama su torre de Almanza y mi Némesis las anchas avenidas de Madrid. Pues de lo que se trata es de arraigarnos como se arraigan los árboles, de apropiarnos de nuestros mundos, de no ser perpetuos extranjeros. Hoy más que nunca nuestra Venezuela necesita que dejemos atrás nuestro ser-mineros. Lo necesita Carmen Amalia y Abril Valentina, lo necesita Hugo y Némesis, lo necesitamos con urgencia todos.

Caracas, 27 de abril de 2019
Feliz cumpleaños madre.

Va sin parches por vainas emocionales.

viernes, 19 de abril de 2019

Requiem por el intelectual "clásico"

Requiem por el intelectual “clásico”

Anhelo de una comunidad inteligente

Javier B. Seoane C.
Agradezco al Profesor Juan Marcelo Hernández de la Universidad Central de Venezuela, quien prestó su casa el pasado martes 17 de abril para, junto con el amigo común Rodrigo Aguilar, realizar el amague de tertulia que me motivó a escribir las siguientes líneas. Ellas me ayudan a retomar la actitud de tejedor (escritor y tertuliano) propicia para mi condición de pre-jubilado cada vez más “pre”.



I

Entre las muchas perplejidades de nuestro tiempo cuenta también la de la falta de intelectuales. Se dice que tras la desaparición de los grandes formadores de opinión, de los grandes críticos, tras la desaparición de los Karl Marx, los Max Weber, los Jean-Paul Sartre o los Herbert Marcuse nada queda hoy. Particularmente en Venezuela, tras la muerte de Uslar o antes de Cabrujas, parece que ya no hay "notables", ni a la derecha ni a la izquierda, que orienten espiritualmente a la nación, parece que ya no hay quien piense con inteligencia al país. Y, no obstante, contamos en la actualidad con recursos maravillosos que se expresan bien en lo que unos llaman "sociedad de la información" y otros "sociedad del conocimiento". Si Alejandro soñó la biblioteca más grande del mundo y el Congreso de los Estados Unidos se abocó a construirla con la paciencia de los siglos, hoy cada quien que disponga de un teléfono inteligente con conexión tiene la más grande de las bibliotecas que no alcanzó a imaginar Alejandro o los fundadores del Congreso norteamericano. El peligro: naufragar por no saber navegar en este cuasi-infinito océano llamado internet. Aquí es muy fácil ahogarse. 

Nunca antes contamos con tantos medios para comunicarnos y para informarnos, mas todo indica que la “babelización” aumenta a la par que la intoxicación informativa. Nos dicen que síntomas de que algo no va bien hay por doquier: criminalidad, terrorismo, concentración brutal de la riqueza en menos del 1% y extensión planetaria de la miseria, populismos de extremistas diestros y siniestros acechan en cada esquina, guerras potenciales asoman en cada continente, aquí como en la Europa de la novena sinfonía. Ante este preludio de apocalipsis más de una voz clama por orientación, pero ya no hay intelectuales para darnos una guía moral. Empero, digamos que tampoco orientaron mucho a “las masas” en la emergencia de los fascismos de la primera mitad del siglo XX, incluso más de uno contribuyó a encender aquellas llamas totalitarias. Jaspers, Ortega, Arendt o Russell, entre muchos otros, quedaron perplejos ante los devaneos de Heidegger o los malos momentos de Unamuno, también entre muchos otros. Por cierto, descalificar la obra de estos últimos o las de Marx, como las de cualquier otro por sus compromisos ideológicos sólo contribuye a esa otra intoxicación del ad hominem. Y aquí, en Venezuela, otro tanto ocurrió: perplejos quedaron Job Pim, Leo Martínez, Gallegos o Pocaterra con el apoyo de aquella brillante intelectualidad, encabezada por Laureano Vallenilla, al César bueno de La Mulera. Casi cien años después otra intelectualidad romántica de izquierda, siempre sumamente peligrosa en las arenas políticas, muy “poscolonial” ella, terminó apoyando a su buen “César” para que emprendiera una “auténtica” revolución en esta tierra caribeña: un teniente-coronel (R.I.P.) salido de “Pantaleón y las visitadoras”. Ahora se les ve por ahí taciturnos tras las chisteras de otros milicos de oposición, todo en nombre de la democracia popular. ¿Aprenderán alguna vez estos intelectuales que la bondad de los “Césares” sólo se reconoce cuando el “búho de Minerva” alza su vuelo, nunca en el amanecer? Puesto que la apuesta resulta muy riesgosa, pues la historia está repleta de atardeceres cesáreos terribles, bien harían en dejar de balbucear (decir barbaridades) y repensar sus categorías “crítico-emancipadoras”.

Las masas se le rebelaron a Ortega y la muchedumbre solitaria, aquella del “se” heideggeriano, sació su hambre alrededor de las piras que los nazis hicieron con no pocos libros sacados de germanas bibliotecas. Hoy se reducen los peligros de que se extienda el incendio pues muchos los queman digitalmente en las redes. Es lo “adecuado” ecológicamente, entra dentro de lo “political correctness” del hombre/mujer-masa digitalizado. Ortega, por cierto, se ufanó siempre de haber nacido en el edificio de una imprenta madrileña. Como buen heredero del rol del intelectual emergido durante la tercera república francesa, aquel del “J'accuse” de Zola, consagró su vida a la prensa para ejercer la crítica y coadyuvar en la formación de una opinión inteligente en la España “posrentista” (del 98). A su muerte, el tirano que aplastó con tanques a medio país, que venció sin convencer, ordenó que no se hablara de ese “ateo”. Ortega asumió el rol del intelectual de su tiempo, pues como bien dejó dicho Hegel nadie puede saltar por encima del suyo; asumió el rol del intelectual crítico y forjador de opinión en la sociedad de masas que surgió inmediatamente de la revolución industrial en una Madrid pre-industrial. Como diría Marx, fue una personificación de su mundo sociocultural, personificó al intelectual, tal como el mismo Marx personificó el suyo en el alba catastrófica de la revolución industrial inglesa. Y antes de Marx el propio Hegel personificó a ese intelectual qua “filósofo rey” en el contexto prusiano. Para decirlo con el idealismo alemán, cada una de esas personificaciones constituye una figura del espíritu del tiempo: intelectual del Estado, intelectual revolucionario romántico, intelectual crítico formador de opinión. ¿Y hoy? ¿Cuál es la figura del intelectual hoy? ¿Cómo se personifica este personaje de nuestra comedia humana? Puesto que muchos lo extrañan quizás ya ni exista o quizás estemos atrapados todavía en la representación del mismo entre Hegel y Zola, buscándolo y sólo encontrando zombis. En los tiempos líquidos, el intelectual “clásico” es ya zombi.

II

La revolución industrial siguió su curso y se volvió “posindustrial”. Del 1.0 llegó al 4.0 y hoy hay parlamentos que se plantean, como el español, que tal vez convenga que los robot coticen a la seguridad social. Al proletariado ya se le dijo “adiós” pocos años antes del 68, aunque medio siglo después todavía haya zombis que hablan de izquierdas y derechas, de socialismo y capitalismo. Aquel por falta de liquidez se desplomó a finales de los ochenta y este se volvió muy líquido (Bauman). Pero no se nos mal interprete, no somos epígonos de Fukuyama. Ni estamos ante el último hombre ni al final de la historia. Tampoco ante el hombre nuevo de la Venezuela actual, aquel que se ha reencontrado con los hunos como diría mi querido Profesor José Francisco Salinas, pero con el agravante de que ni siquiera puede reconocer el valor de lo civilizatorio.


La revolución francesa no ocurrió en 1789. Como cualquier revolución, fue un proceso histórico que se venía gestando desde varias décadas antes y cuyas consecuencias llegan a la actualidad. Dicho proceso eclosionó en 1789, sólo eso. Igual puede decirse de la revolución de 1968. Esta venía gestándose al menos desde 1945 y llega con fuerza a nuestros días. Se trata de una gran revolución sociocultural, contextualizada en la consolidación del capitalismo tardío y el Estado de bienestar. Desde los años treinta el sistema económico se transformó y pasó a una fase en que el Estado se volvió un actor dinámico en la generación de empleo, control y planificación del sistema. Dicho Estado interventor amortiguó las crisis de acumulación recurrentes del capitalismo, alargando aquellos plazos catastróficos que Engels estimó en su tiempo en períodos de siete años, así como reduciendo el carácter calamitoso de las crisis. Tomada de la mano del desarrollo tecnológico, de las llamadas fuerzas productivas, que redujo el factor empleador de la industria a la par que incrementaba cada vez más su productividad, la sociedad occidental que surgió hacia mediados del siglo pasado es una de empleados del sector terciario de la economía, citadinos de clase media que no usan ni frac ni overol azul. Son profesionales de las ciencias de la salud, de las ciencias sociales o naturales, educadores, burócratas, vendedores, juppies con muy diversas especializaciones, algunos obreros especializados, otros gerentes que rinden cuentas no a un capitalista sino a una junta de accionistas. En tal sociedad, el concepto de lucha de clases pierde fuerza explicativa, pues el conflicto se ha atenuado gracias a la emergencia de esta “sociedad del bienestar” que en cierto sentido aún conserva la Unión Europea. Sus hijos, los del obrero especializado como los del gerente, asistieron en gran número a la universidad y, ocurrido el baby boom de postguerra, tenían sobre 18 años en el 68. Su mundo ya no era el del traje gris y la corbata ni las chicas estaban para ser la Samantha de Bewitched, la mujer que sacrifica todo, hasta su propia encantadora magia, para ser ama de casa de un anodino publicista. La píldora facilitó las cosas y junto a muchos otros factores aquella juventud se tornó “comeflor”. Puso en jaque a De Gaulle y a los comunistas hijos de Althusser y Stalin, generó revueltas de Tokio a París, con escala en Berkeley, Caracas y Buenos Aires. Con desenfado quiso apearse del mundo y prohibir el prohibir, hacer el amor en lugar de la guerra. Aquella juventud de los suéteres de cuello de tortuga y de colores vivos poco tenía que ver ya con sus padres, pues entre ellos y ella había acontecido una revolución. No era el mundo de la guerra, salvo por las asquerosas brutalidades estadounidense en Asia y soviética en Praga, sino de La dolce vita, con sus paparazzi persiguiendo las estrellas del cine y la televisión. Había la plataforma económica para ello y, por qué no, hasta cierto “bienestar”, al menos en París, Tokio y Caracas.

Después del 68 el mundo ya no fue el mismo. No hay aquí mayor espacio para justificar esta aseveración, pero aunque las máximas de aquella revolución fracasaron al comenzar los setenta, quedó nuestro actual mundo de los “pos”: “posdemocracia”, “posverdad”, “pospolítica”, posmoderno. El escenario topográfico de las diatribas ideológicas de “izquierdas” y “derechas” ha ido desde entonces perdiendo significancia, se han vuelto, aunque disguste a mi profesor Víctor Rago, significantes vacíos. Después del 68 se catapultaron con fuerza los movimientos feministas y antirraciales, emergió el orgullo gay y hoy el LGBTI, como también surgieron nuevos movimientos sociales y hasta nuevos partidos, como los verdes. La política no volvió a ser la misma porque la sociedad tampoco lo era. Más que de clases, los estudiosos sociales comenzamos a hablar de actores sociales y, sobre todo, de nuevos actores sociales. En el presente, la lucha de clases en la ciudad de South Park es entre los chicos de la clase de tercero y los de la clase de cuarto grado de la Elemental.

Esto de “izquierda” y “derecha” suena cada vez más a vetusto, piezas de un museo de arqueología. Una nueva sección se construye en dicho museo para las categorías de “capitalismo”, “socialismo”, “socialdemocracia”, “liberalismo” y pare usted de contar, términos todos “babelizados”. Sus referentes ya son otros, requieren resignificarse bajo otras coordenadas so pena de que los millennials terminen haciendo burlones stickers con nosotros sus profes y padres, y con muy buenas razones. En el actual mundo líquido, bien previsto por aquella frase de Marx y Engels del Manifiesto de que en el capitalismo “todo lo sólido se desvanece en el aire”, la “izquierda” puede resultar tan repugnante como la “derecha”, pertenecen ambas a un mundo sólido que ya no es pues muy probablemente el eje cambió a “inclusión-exclusión”, y parece que diestras y siniestras tienden mucho al lado excluyente.

III

¿Qué busca África “descolonizada”? ¿La revolución o la inclusión en el bienestar? ¿Qué buscan los latinoamericanos? ¿Los venezolanos que emigran? ¿Los ciudadanos de Detroit? ¿Los amerindios jodidos por Estados con arcos mineros y mineros forajidos llamados garimpeiros asociados con cuerpos de seguridad? Los europeos ponen cercos a los migrantes, las concertinas resultan antihumanas así que se los endosan a la Turquía de Erdogan a cambio de euros y silencio ante los desmanes de este. Ya la Merkel puede cepillarse y acostarse a dormir. Ciertamente, el “bienestar” europeo se va “pal carajo” si se abren las fronteras y entran subsaharianos, latinoamericanos y demás. Trump lo sabe y construye “The Wall” mientras Roger Waters se opone al Show President apoyando “The Maduro’s Wall”. El “bienestar” de unos es la exclusión de los muchos. Probablemente debamos repensar nuestro concepto de “bienestar”.

¿Cómo repensar nuestra idea de “bienestar”? ¿Dónde están los intelectuales para ello? ¿Dónde los Hegel, los Marx, los Zola? ¿Dónde los Uslar o los Cabrujas? Cada vez somos más los que creemos que después del 68 esas figuras del intelectual están muertas. También con referencia a ellas estamos en un tiempo “pos”. En la teoría social del último medio siglo se aprecia el cambio y se lo ha pensado, entre otras en las obras de Arendt primero y luego en las de Apel y Habermas conseguimos muestras de ello. Brevemente y para cerrar, quedémonos con el último como homenaje a su nonagésimo cumpleaños el venidero mes de junio. Precisamente poco antes del 68 Habermas adopta la diferenciación de Arendt entre trabajo e interacción social para poco a poco perfilar el concepto de acción y racionalidad comunicativas, acción y racionalidad dirigidas al entendimiento, al acuerdo. La diferencia es clara con relación a la acción y racionalidad estratégicas, en las que un actor busca satisfacer su finalidad teniendo que influir en la conducta de otros actores, muchas veces incluso en contra de los intereses de estos últimos. La racionalidad estratégica es la propia de la empresa económica, militar y deportiva, reina en el campo de lo agonístico. El pensamiento político moderno, agonístico en su acta de nacimiento con Maquiavelo y Hobbes, se constituye desde esta racionalidad estratégica. Del mismo modo el marxismo. Su concepción de la lucha de clases, la dictadura del proletariado o el propio concepto del Estado como aparato de dominación de clase lo muestran diáfanamente. Hoy el mejor politólogo será gran experto en cálculo de escenarios y teoría de juegos, pues su campo de estudio procede por racionalidad estratégica. Sin embargo, excepcionalmente aparecen políticos que trascienden del montón y que calificamos de “estadistas”, formadores de “Estados” porque lograron concertar mediante entendimiento muchas fuerzas e intereses disímiles. Sin dejar de ser estrategas lograron concertar entendimiento. Pero la excepción confirma la regla. Volvamos a Habermas.

En una sociedad de mujeres y hombres cuya economía es posindustrial y del sector terciario, inmersos en una burbuja informática y comunicacional, el concepto de política y democracia se transforma para hacer del factor comunicación su eje central de racionalidad. Esta que vivimos ya nos es tanto una sociedad del trabajo (recordemos a Rifkin), es más una sociedad de la interacción, de la comunicación. La praxis política demanda adaptarse a estas nuevas coordenadas. Habermas reconoce a G. H. Mead el haber expresado al final de su Mind, self and society  la idea de la democracia como inclusión en la comunicación. Nuestro dusseldorfiano simplemente la actualiza y desarrolla en su complejidad para afirmar que la teoría crítica y la praxis política democratizadora no busca ya la revolución producto final de la lucha de clases, sino la inclusión en la comunicación y deliberación de todos los actores sociales implicados y afectados en las tomas de decisiones en la vida pública. Ya no es, repetimos, “izquierda” y “derecha”, sino inclusión o exclusión, pues hay una “izquierda” tan excluyente como la “derecha”.

Ahora bien, en una sociedad con tantas desigualdades como la nuestra la inclusión en la comunicación, deliberación y toma de decisiones no implica necesariamente razonabilidad, para no seguir hablando de racionalidad. Nada garantiza que no triunfen la demagogia y el populismo de nuevo. Las asimetrías sociales, manifiestas por doquier y también en las competencias comunicativas, haría que ciudadanos absorbidos por sus obligaciones cotidianas y poco formados para el diálogo, la retórica y la argumentación terminarán concediendo poder demagógico a los duchos en esas artes. Después de todo, las elecciones ya desde hace mucho son un mar de emociones. Por ello, Habermas propone un contrafáctico: una situación ideal de habla en la que los actores afectados e interesados por las decisiones a tomar deliberan en condiciones simétricas de competencia comunicativa, no dejándose manipular y escogiendo en una discusión razonada los mejores argumentos para la mejor decisión. Por supuesto, en tanto que contrafáctico tal situación ideal no existe. Entonces, ¿qué sentido práctico tiene postularla? Ningún otro que no sea el de servir de idea regulativa para la acción democratizadora y la formulación de políticas culturales que empoderen comunicativa y políticamente a las comunidades. Es la idea que guía nuestra acción política, nuestro fin inalcanzable pero siempre aproximable. Dicho empoderamiento es inclusión, más allá de izquierda y derecha. Es, del mismo modo, la idea que orienta también la investigación en ciencias sociales entendidas como espacios públicos del saber, espacios que han de ser apropiados por las comunidades.

La vieja noción del intelectual estaba montada en el paradigma moderno de la conciencia ilustrada. Descartes meditando frente a la chimenea, pensando y luego existiendo. Hegel captando en el ocaso del día el sentido del Espíritu Absoluto. Marx y Engels apropiándose de la dialéctica hegeliana y materializándola en un Manifiesto. Zola denunciando las injusticias desde la luz intelectual. Ortega otro tanto. Sartre escribiendo El Ser y la Nada bajo la opresión de los nazis, encerrado en prisión. El intelectual que hoy nace, bajo el amparo de otro paradigma, el de la intersubjetividad, ya no es una conciencia ilustrada y meditante mientras fuma pipa en un sillón, una conciencia esclarecida que piensa el mundo o que busca dar luces al César de turno, algo ya tan antiguo como Platón. El medio de la intersubjetividad no es la oposición conciencia-mundo o su correlato sujeto-objeto, el medio de la intersubjetividad es el lenguaje y éste es una propiedad colectiva, previa al pensamiento y constitutiva de este. El intelectual que hoy surge es comunitario porque es la comunidad misma. El desafío de nuestro tiempo radica en constituir comunidades inteligentes mediante el desarrollo de sus competencias comunicativas, un desarrollo que les permita apropiarse con suficiente carácter orgánico de sus vidas también comunitarias (y no sólo individuales). Será seguramente este el mejor camino para repensar nuestra idea de “bienestar” y la forma de la democracia para estos tiempos. Será la mejor manera también de dar sepultura a los zombis que aún nos acechan y de construir un mundo y una Venezuela no con individuos inteligentes y notables sino de comunidades inteligentes.

Caracas, abril de 2019

Parches

  • Los tejidos (textos) que hacemos los mortales humanos resultan más frágiles que las telas de los maravillosos mortales arácnidos. Nosotros, inmediatamente los tejemos ya tenemos que parcharlos pues comienzan a aparecer grietas, rupturas, tensiones, comisuras imprevistas. Al cabo de poco tiempo llegan a tener tantos parches que su fisonomía ya es otra. En eso consiste la vida, un permanente retejer lo tejido hasta que…
  • No se califique de antirromántico al tejedor de este texto. El mismo se siente profundamente romántico en el amor, la amistad y con la naturaleza, especialmente después de su lectura de la Naturphilosophie de Friedrich Schelling, lectura que le resultó tan embriagante que después de varios años aún padece placenteramente el ratón (interesante venezolanismo para resaca). Sólo que el tejedor sufre con Habermas de cierta esquizofrenia teorética que lo lleva a considerar que en economía y política, en los sistemas pues, el romanticismo resulta la más de las veces una amenaza más poderosa que el neoliberalismo en la destrucción de los tejidos sociales que es decir en la vida de mujeres y hombres de carne y hueso. Así, esquizoidemente romántico para muchas cosas menos para la economía y la política. En estas pragmático y bien pragmático. (Abril 19, 2019)
  • La muerte del intelectual “clásico” que va de Descartes hasta Jean-Paul Sartre no significa, para el tejedor, que no haya más intelectuales. Tanto por efectos de la división social del trabajo como por vocaciones los hay y los seguirá habiendo, desde el chamán hasta donde la naturaleza nos aguante. Lo que significa es que la figura moral del intelectual orientador tiende a desaparecer y que gustosamente lo despedimos y le damos la bienvenida a comunidades inteligentes, cuando vengan claro está. Todavía estamos en una espera a lo Godot. De hecho, el tejedor de este texto lo ha tejido con un grado de complejidad, de indicativos e imperativos y de onomásticos dignos de la petulancia típica del intelectual clásico. Es algo que el tejedor todavía debe corregir, una tarea para su tercera edad. Por otra parte, hay que decir que Habermas es el intelectual que nos anuncia la llegado de otro concepto de intelectual. (Abril 19, 2019).



miércoles, 5 de diciembre de 2018

Ratio technica y mundo moderno

Prof. Javier B. Seoane C.

El mundo moderno puede definirse como el mundo de la ratio technica. Si mundo es, fenomenológicamente, lo que está a nuestro alrededor, pues no cabe duda de que a nuestro alrededor la ratio technica cobra vida en cientos de artículos de consumo, pero también en la misma constitución del pensamiento que se expresa en la filosofía, gran parte de las humanidades y todo el conglomerado de las ciencias formales y fácticas. Por ejemplo, en el caso de las ciencias sociales, en las políticas públicas de cualquier orden y en la propia teoría de sistemas. Esta ratio hunde sus raíces en los mismos orígenes de las fuentes culturales de occidente (aunque no sólo de occidente) como son el mundo griego, hebreo y romano.

No obstante, en los últimos siglos, a menos desde las corrientes románticas hasta nuestros días, ha estado presente una razón crítica al proyecto sociohistórico de la ratio technica. Por ejemplo, la teoría crítica de la sociedad de la “Escuela de Frankfurt” representa, en su contexto del siglo XX, un intento de recrear la teoría social de cara a una acción práxica emancipatoria que supere la dominación alienante de esta ratio hegemónica. Se puede decir que el programa de la teoría crítica, tal como fue diseñado por el núcleo de sus fundadores ―especialmente Max Horkheimer (1895-1973), Theodor W. Adorno (1903-1969) y Herbert Marcuse (1898-1979)― constituye una síntesis de diferentes corrientes filosóficas y sociológicas, entre las que caben destacar la dialéctica hegeliana, la teoría social marxiana, la crítica cultural de Friedrich Nietzsche, la teoría psicoanalítica de Sigmund Freud, los marxismos tempranos de Georg Lukács y Karl Korsch, el debate en torno a la revolución entre Vladimir Lenin y Rosa Luxemburg, la teoría de la racionalización social de Max Weber. La Escuela de Frankfurt, en tanto que esfuerzo sintético de dichas corrientes, y en tanto que propuesta de diseño de la teoría social frente a las proposiciones del positivismo lógico y el marxismo ortodoxo oficial, marca un capítulo relevante en el desarrollo del pensamiento sociológico del último siglo y, especialmente, de la crítica de la razón instrumental (terminología acuñada por el propio Max Horkheimer en relación crítica con Max Weber). A su vez, no poco debe este ejercicio crítico de la Escuela de Frankfurt a la obra de Martin Heidegger e, incluso, del español José Ortega y Gasset, como antes a los escritos de Oswald Spengler. Otros nombres destacados en esta reflexión sobre la técnica son Jürgen Habermas, Jan Patocka, Hannah Arendt, Hans Jonas, Jacques Ellul, Peter Sloterdijk o Josep Esquirol. Igualmente, en Venezuela, un pensador de la talla de Ernesto Mayz-Vallenilla, montado sobre todos estos precedentes y otros no mencionados aquí, construyó toda una valiosa reflexión sobre la ratio technica, llegando a una reconocida mundialmente crítica de la meta-técnica.

Por otra parte, cientos de películas, entre las que destaca la filmografía de Stanley Kubrik y antes de Charles Chaplin, como muchas obras de la literatura (Huxley, Orwell, Camus, etc.) han tenido el conflicto humano con la técnica como eje narrativo.

       Mucho se ha dicho entonces sobre la crítica de la ratio technica como principio racional hegemónico de las sociedades modernas, de sus logros y de sus problemas, de sus posibilidades y de sus límites. Y en el caso de Martin Heidegger, ha existido el intento claro de generar las condiciones de posibilidad para repensar toda la metafísica occidental, obsesionada por lo óntico, objetivo, instrumental. La ratio technica sigue siendo el tema de nuestro tiempo.

A propósito de la educación ética desde la impronta de John Dewey





Javier B. Seoane C.


          La moderna ciencia de la educación, formada durante los avatares decimonónicos, debe mucho a Johann Friedrich Herbart (1776-1841). En el contexto de la Ilustración, Herbart pertenece a una época de importantes filósofos de la educación como Rousseau o Kant. A este último le sucedió en la cátedra de Königsberg y mantuvo un impulso filosófico en ámbitos como la estética y la ética. Herbart puso también los primeros cimientos de la naciente ciencia pedagógica, cimientos que acentuaron a la psicología como base de la nueva disciplina.


          Desde Herbart la ciencia de la educación mantiene una tensión entre la base científica psicológica concerniente a la transmisión de conocimientos y la base filosófica que se pregunta acerca de los fines de la acción pedagógica. Como pensaba que la finalidad de la educación consiste en crear un carácter moral en el niño y el joven, la base de este brazo pedagógico será la ética (Lundgren, 1997: 49). La psicología ofrece, entonces, los medios. La ética, el fin. Luego de Herbart, y ya en marcha la ciencia pedagógica, la escuela obligatoria moderna y los primeros institutos de formación docente profesional, junto con la emergencia de la razón positivista, aparecerá una tercera rama de la disciplina educativa: la sociología.


          En sus inicios, la sociología tomó el relevo filosófico en la preocupación ética. La naciente ciencia de la sociedad tenía una misión ética. Así se deja ver en claro en el fundador de la sociología de la educación: Émile Durkheim (1858-1917). Para este francés, la sociología podía encontrar una moral científica al distinguir con precisión los hechos sociales normales de los hechos patológicos y, de esta forma, contribuir a la conformación de una sociedad «sana». Durkheim no pensaba, como Platón hacía con relación a los filósofos, que los sociólogos debían gobernar; la misión de ellos sería, más bien, la de asesorar y educar a la sociedad. Para ello, la educación resultaba fundamental.


Comprometido con los ideales políticos de la tercera república francesa y la filosofía positivista, Durkheim defendió con fuerza el concepto de una educación escolarizada obligatoria y laica, que sirviera a la constitución moral ciudadana del nuevo Estado francés. Así, su teoría pedagógica se basa sobre los conocimientos científicos positivos de la psicología y, especialmente, de la sociología —en el entendido de que esta última ciencia proporcionaría, sobre todo, los elementos éticos imprescindibles. Sin duda, el énfasis sociológico se vincula aquí con el proyecto de gran reforma encarnado en aquella tercera república. La educación durkheimiana descansaría en la sociología en función de orientar la reforma social.


La razón positivista, reformista en un comienzo y revolucionaria frente a las aspiraciones del antiguo régimen, pronto devino en una razón conservadora del nuevo orden social. Era la razón de la clase capitalista triunfante. Se comprimió en razón teleológica, instrumental, en claro abandono de la rama teológica que algunos de sus fundadores, especialmente Comte, sostuvieron. Como bien la trabajó teóricamente Max Weber, y luego los frankfurtianos Horkheimer, Adorno y Marcuse, esta razón teleológica o instrumental reduce todo a cálculo. Declarada incompetente para dar cuenta de los fines humanos,  a los que reduce siempre a la subjetividad y de los que sólo puede juzgar en cuanto a su viabilidad, esta razón se conforma con la búsqueda de los mejores medios en términos de eficacia y eficiencia. Es una razón económica, idónea para un mundo industrial que quiere autoconservarse a expensas del juicio ético, político, crítico.


Esta razón teleológica, instrumental, obsesionada por el cálculo, es la razón de la especialización disciplinaria, de la renuncia a la síntesis y al pensamiento holístico. Su principio es cartesiano, basado en la separación entre sujeto y objeto, en el sometimiento a principios metodológicos sustentados sobre la división de lo complejo en partes simples —suponiendo ello un claro compromiso ontológico atomístico. Se trata de una actitud lingüística matematizante del universo todo, que desconoce la legitimidad de otros lenguajes para hablar el mundo, a la par que se desconoce a sí misma como una metafísica entre otras metafísicas, como un lenguaje entre otros lenguajes. No, ella se define como la ciencia en el sentido del el conocimiento de la realidad única.


Esta razón, vuelta hegemónica en los avatares de la historia occidental de los últimos siglos, se institucionalizó exitosamente en los centros educativos, académicos y científicos de nuestras sociedades. Se volvió currículo escolar y se instaló hasta en los tuétanos de las antiguas y nacientes profesiones que, si bien siguieron teniendo ciertas reminiscencias religiosas en sus autorrepresentaciones, pasarían a definirse en términos técnicos. Las nacientes ciencias de la educación no serían ajenas a esta avasallante hegemonía instrumentalizadora. De aquellos grandes brazos dados por Herbart, uno, el psicológico conductista, se superdesarrollaría. El otro, el ético, quedaría relegado a lo filosófico deslegitimado como conocimiento. También el aporte sociológico durkheimiano pasaría a la trastienda por su vocación holística, inaprehensible para la razón cartesiana. La sociología sobreviviente sería la sociología estadística, la sociología de las leyes estocásticas, la sociología como sociometría, siempre sincrónica.


La educación institucionalizada en las universidades se construyó, entonces, desde la psicología conductista del aprendizaje y se entendería a sí misma como una profesión técnica, obsesionada muchas veces con las tecnologías educativas, con la didáctica y la planificación. Se centraría en el currículo como técnica, nunca como política, como ética-política. Los fines de la educación era cosa más filosófica y política que «científica». Y ello se manifestó, también cartesianamente, en el terreno curricular que modelaron y contribuyeron a institucionalizar estas ciencias educativas: predominio de asignaturas separadas entre sí, como departamentos estancos, con énfasis en las ciencias naturales y en la reducción instrumentalista de las humanidades: el lenguaje como gramática, como morfosintaxis; la poesía como métrica; la historia como colección de fechas, sucesos y personajes, preferentemente militares; las ciencias sociales como higiene; la educación ciudadana como derecho memorizado.


En este marco, la razón y actitud éticas resultaban incómodas, no porque los valores fuesen prescindibles a la vida humana sino porque no eran aprehensibles para la orientación de la razón positivista post-decimonónica. De lo ético no cabía hablar en lenguaje matemático, en cálculo y en reducción técnica. En este sentido, o lo ético se volvió una asignatura más entre otras, generalmente con tonos moralistas y «moralinos», o, en algunos casos, desapareció del currículo escolar en todos sus niveles. Lo ético era filosófico, cuestión de valores, de subjetividades, nunca «científico», nunca tangiblemente real, no sometible a observación experimental.


Muchas voces se opusieron a esta colonización de las ciencias pedagógicas por la racionalidad teleológica. Entre ellas, destacaremos las de la Escuela nueva, con especial referencia a John Dewey (1859-1952). Filósofo y científico pragmatista, Dewey encarnaba una actitud reformista profundamente democrática. Clásico, por excelencia, de la pedagogía para la democracia, resaltó la raíz ético-política de la empresa educativa.


Para Dewey, la educación ética y política para la democracia transitaba todo el sistema curricular educativo. No existía materia que no tuviese vínculos con los valores y la acción democráticas y democratizadoras —y así lo legó en su Democracia y educación de 1916, que subtítulo “Una introducción a la filosofía de la educación”. Así, por ejemplo, la enseñanza de las ciencias naturales y formales, si se entendía en términos de acción intelectual y práxica, de proceso, y no en términos de productos acabados (reificados) para el consumo del estudiante, proporcionaría una actitud que hoy, habermasianamente, denominaríamos de racionalidad ética comunicativa. En palabras de Dewey en su clásico "Democracia y educación":

“La abstracción y la generalización científica son equivalentes a adoptar el punto de vista de todo hombre, cualquiera que sea su localización en el tiempo y el espacio.” (1995 [1916]: 195).

La ciencia moderna como proyecto constituyó una revolución contra la autoridad (autoritaria) de los dogmas de fe, de las verdades reveladas que sobrevivieron en el devenir de los siglos por ejercicio de una dominación originada, la más de las veces, militarmente. Se trató de una revolución con una definida actitud crítica, emancipadora, con vocación persuasiva, retórica (en el buen sentido), dialógica. Su lugar era la discusión para persuadir y convencer, no la imposición de una fe. La argumentación, con sus demostraciones y pruebas sometidas a lo público, fue el medio para enfrentar el autoritarismo. Su racionalidad, como señala Dewey, tuvo un notorio énfasis comunicativo universalizable. Sólo después, tras la Ilustración, la razón positivista dio una vuelta de tuerca para trocar autoritaria aquella ciencia, para volverla excluyente de las otredades cognoscitivas, para tornarla autoritaria, logocéntrica y «logocida». Si se descosifica esa ciencia de la razón positivista —esto es, si se rehumaniza—, se recuperaría como actitud reflexivo-crítica, democrática, universalizable. Y por ello, la educación en las ciencias naturales resulta, al menos para Dewey y para nosotros, indisociable de una educación ética y política.

          Lo que se ejemplifica con las ciencias naturales y formales puede hacerse con otros saberes, con otras asignaturas. No en balde el libro citado de Dewey recorre una gran variedad de ellas poniéndolas en sintonía con un ethos democrático. Pues, para Dewey, y para nosotros, la educación ética ha de entenderse en cuanto que eje transversal de toda educación, concepción ésta opuesta a la racionalidad instrumental que ha imperado durante más de un siglo en las ciencias de la educación y sus manifestaciones en la institución escolar.


          Entender los saberes sólo en su dimensión técnica es abstraerlos de los contextos sociales en los que emergen y son utilizados cooperativamente. Los saberes constituyen fines para la acción humana y, en tanto tales, resultan portadores de una dimensión ética de la que no pueden escapar. Su carácter normativo se manifiesta en la propia justificación que los legitima. Obviar este condición conduce a un saber recetado que se copia en un cuaderno como fórmula para sobrevivir en el ejercicio de una profesión, empleo u oficio. Igualmente, conduce a entender la moral como deontología, como externa prescripción. En palabras, una vez más, de Dewey:

“El hábito de identificar las características morales con la conformidad externa a las prescripciones de la autoridad puede llevarnos a ignorar el valor ético de estas actitudes intelectuales, pero el mismo hábito tiende a reducir la moral a una rutina muerta y automática. Consiguientemente, aun cuando tal actitud tiene resultados morales, los resultados son moralmente indeseables, sobre todo en una sociedad democrática en la que tanto depende de las disposiciones personales.” (1995 [1916]: 297).


Precisamente, se tratan este saber técnico y moral prescriptiva del saber y la moral conveniente a la amalgama dominante de intereses económicos, mediáticos, partidistas y militares. Una educación ética para la democracia debe contribuir a la formación de un ciudadano y ser humano integral que comprenda esta amalgama de fuerzas imperantes en nuestro mundo para oponerle una acción efectivamente democratizadora. De más está decir que esta tarea no resulta fácil toda vez que dicha amalgama se opone a este deber de la educación democrática.


          Dewey resultó una mentalidad que se adelantó en su tiempo a lo que, con el Wittgenstein tardío, sería a partir de los años cincuenta la razón y actitud postpositivistas. Para esta razón y actitud, para esta razón-actitud, la observación resulta inseparable del lenguaje teórico. Es desde éste que se observa y cobran valor los datos. Distintos lenguajes teóricos dan lugar, entonces, a distintos descripciones del mundo, a distintas perspectivas, a distintos mundos. Cada lenguaje, al dar cuenta de su mundo, tiene consecuencias para la acción. Describir el mundo de un modo supone comprenderlo de ese modo y actuar en consonancia. De esta manera, se desvanece la ilusión positivista de que hay un lenguaje privilegiado para describir los hechos del mundo; esto es, se derrumba el sueño del lenguaje como espejo de la naturaleza (Rorty). Por ello, los lenguajes disciplinarios de los conocimientos, al suponer la esencia selectiva de todo sujeto dotado de lenguaje, tiene necesariamente un carácter normativo.


          Dewey fue (y es) una voz del gran coro que comprende, coro en que nos inscribimos con nuestra modesta voz, que lo ético no puede entenderse únicamente como una asignatura más en la vida de un estudiante, sino como un eje transversal en tanto y en cuanto que constituye una dimensión inexorable a todo saber.

Popper y Heidegger: dos caminos adversos para fundamentar epistemológicamente la educación para la democracia



Javier B. Seoane C.

La educación se entiende no pocas veces como una profesión técnica, obsesionada con las tecnologías educativas, la didáctica y la planificación. Ello se manifiesta cartesianamente en el terreno curricular que modelan estas ciencias pedagógicas como predominio de asignaturas separadas entre sí, con énfasis en las ciencias naturales y en la reducción instrumentalista de las humanidades. El lenguaje se reduce a gramática; la poesía a métrica; la historia a una colección de fechas, sucesos y personajes, preferentemente militares; las ciencias sociales se confunden con higiene y la educación ciudadana con derecho memorizado. Se impone el lenguaje matemático y de lo ético no cabe hablar mucho llegando, en algunos casos, a desaparecer del currículo escolar. Lo ético es cuestión de valores, de preferencias, hasta de gustos, no objeto de observación experimental.

Muchas voces se opusieron a esta colonización de las ciencias pedagógicas por la racionalidad instrumental y cartesiana. Entre ellas, especial referencia cabe dar a John Dewey (1859-1952), faro que orienta el concepto de educación para la democracia que nutre al trabajo que proponemos. Dewey entendió que la educación ética y política transita todo el sistema curricular. En su Democracia y educación (1916) sustentó que no hay materia que carezca de vínculos con valores y acciones democráticas. Así, por ejemplo, la enseñanza de las ciencias naturales y formales, si se entiende en términos de acción intelectual y práxica, de proceso, y no en términos de productos acabados (reificados) para el consumo del estudiante, proporciona una racionalidad que hoy, habermasianamente, denominamos comunicativa.

Y es que la ciencia moderna constituyó una revolución contra el autoritarismo de los dogmas de fe, de las verdades reveladas que sobrevivieron en el devenir de los siglos por ejercicio de una dominación originada, la más de las veces, militarmente. Se trató de una revolución con una definida actitud crítica, emancipadora, con vocación persuasiva, dialógica. La argumentación, con sus demostraciones y pruebas sometidas a lo público, fue el medio para enfrentar el autoritarismo. Su racionalidad, como señala Dewey, tuvo un notorio énfasis comunicativo universalizable. Sólo después, tras la Ilustración, la razón positivista dio trocó autoritaria aquella ciencia, la volvió logocéntrica y «logocida», excluyente de las otredades cognoscitivas, Se precisa descosificar esa ciencia de la razón positivista, recuperaría como actitud reflexivo-crítica, democrática, universalizable, para que resulte, como quería Dewey, indisociable de una educación democrática.

Lo ejemplificado con las ciencias naturales Dewey lo hace también con otros saberes, los cuales no escapan de ser portadores de una dimensión ética al responder siempre a fines humanos. Su carácter normativo se manifiesta en la propia justificación que los legitima. Obviar este condición conduce a un saber recetado que se copia en un cuaderno como fórmula para sobrevivir en el ejercicio de una profesión o, simplemente, para responder al examen de rigor.

Con Dewey arribamos también a la tesis, hoy más vigente que nunca, de que distintos lenguajes teóricos dan lugar a distintos mundos; a descubrir, diría Heidegger, distintos caminos del Ser. Cada lenguaje, al constituir un mundo, tiene consecuencias para la acción. Describir el mundo de un modo supone actuar en consonancia. De esta manera, se desvanece la ilusión positivista de que hay un lenguaje privilegiado para describir los hechos del mundo; esto es, se derrumba el sueño del lenguaje como espejo de la naturaleza (Rorty). Por ello, los lenguajes disciplinarios de los conocimientos, al suponer la esencia selectiva de todo sujeto dotado de lenguaje, o quizás de un lenguaje dotado de sujetos, tiene necesariamente un carácter normativo. Lo peligroso es que este carácter sea autoritario o incluso totalitario, la negación de un ethos democrático imprescindible para el desarrollo pacífico de una sociedad que es plural y se quiere plural. Un ethos que en cuanto tal exige entender la democracia más allá de un mero sistema político, y que, en consecuencia, no puede comprimirse a una asignatura aislada en el sistema escolar. Por el contrario, este ethos descansa en una plataforma epistémica transversal y transdisciplinaria que comprende a los saberes inexorablemente vinculados con tomas de posición ante el mundo.

II

Llegados aquí, la investigación que se propone quiere explorar en las obras de Karl Popper y Martin Heidegger dos caminos para fundamentar epistemológicamente la educación para la democracia en la clave ya expuesta. Seguidamente, se busca establecer un diálogo entre ambos pensadores a propósito de esta educación.

A Popper se lo reconoce por su defensa de la sociedad abierta, liberal y democrática. Una de sus bondades, sin duda, a pesar de las confusiones de unos pocos, fue tempranamente enfrentar los cierres dogmáticos del positivismo verificacionista del círculo de Viena, el marxismo y el psicoanálisis dogmáticos. Todos estos lenguajes caracterizados por erigirse en absolutismos epistemológicos, resultan perniciosos más allá de la ciencia al encarnarse en sujetos políticos constructores de sociedades cerradas, de dictaduras con vocación totalitaria. En este sentido, Popper aprecia nexos de implicación entre las adopciones de posturas epistemológicas y determinadas actitudes ético-políticas. Consideró que su propuesta de racionalismo crítico era el camino para el progreso, siempre limitado, del quehacer científico, siendo, a la par, una actitud epistémica apuntaladora de actitudes políticas democráticas.

Para Popper, la ciencia es una práctica de conjeturas y refutaciones. No hay lenguajes teóricos privilegiados para hablar del mundo. Existen, al revés, lenguajes diversos que descubren la diversidad de mundos en el mundo. Para Popper, cualquier conjetura es legítima para ensayar respuestas a las cuestiones fundamentales. Mitos, religiones, ciencias ocultas y demás especies nutren a las conjeturas que forman parte vital del descubrimiento científico, siendo así la ciencia una empresa abierta a la escucha de múltiples lenguajes. De ello, por supuesto, no se sigue que todo sea justificable. Por el contrario, el método de la práctica refutadora acompaña a la voluntad conjetural. Todo enunciado científico será tal siempre y cuando establezca las condiciones de su refutación, convirtiendo este quehacer en una actividad esencialmente crítica y abierta.

Hasta aquí la lógica de la investigación científica popperiana luce coherente y casi resulta una obviedad que serviría de alimento a una educación para un ethos democrático en la clave deweyana ya asomada. Pero aquí arrancan también una serie de problemas en el planteamiento de Popper. Por ilustrar uno de ellos. Willard O. Quine, incrustó una estocada fatal en el cuerpo del positivismo que por rebote golpeó a Popper. Dijo y mostró que se pueden verificar o falsear muy pocos enunciados en el campo observacional científico, con el agravante de que estos enunciados protocolares pertenecen a los anillos exteriores de las teorías científicas, jamás a sus núcleos. En otras palabras, lo que en ciencia se puede refutar es enteramente marginal a la teoría. Si con Locke la unidad de significación fue la palabra y se quedó muda, a partir de Frege la unidad significativa lo fue el enunciado. El positivismo y Popper suscribieron a Frege en este punto. Empero, para Quine el enunciado se quedó demasiado corto. Para él, y para el postpositivismo, la unidad significativa son las teorías científicas inscritas en un contexto sociocultural dado. Y estas teorías tienen sus propias defensas frente a las falsaciones. En palabras de Quine:

"…el todo de la ciencia es como un campo de fuerza cuyas condiciones límite da la experiencia. Un conflicto con la experiencia en la periferia da lugar a reajustes en el interior del campo: hay que redistribuir los valores veritativos entre algunos de nuestros enunciados. (…) Una vez redistribuidos valores entre algunos enunciados, hay que redistribuir también los de otros que pueden ser enunciados lógicamente conectados con los primeros o incluso enunciados de conexiones lógicas. Pues el campo total está tan escasamente determinado por sus condiciones-límite ─por la experiencia─ que hay mucho margen de elección en cuanto a los enunciados que deben recibir valores nuevos a la luz de cada experiencia contraria al anterior estado del sistema."
(Quine: Desde un punto de vista lógico, pp. 86-87).

¿Qué nos lleva, entonces, a inclinarnos más por una teoría que por otra? Seguidamente, la respuesta de Quine:

"…en cuanto a fundamento epistemológico, los objetos físicos y los dioses difieren sólo en grado, no en esencia. Ambas suertes de entidades integran nuestras concepciones sólo como elementos de cultura. El mito de los objetos físicos es epistemológicamente superior a muchos otros mitos porque ha probado ser más eficaz que ellos como procedimiento para elaborar una estructura manejable en el flujo de la experiencia."
(Quine: Desde un punto de vista lógico, p. 89).

En resumen, la solución a ciertos problemas que se plantean dentro de un contexto sociocultural es lo que hace que una teoría cobre legitimidad pragmática frente a otras. Queda, de este modo, señalado el vector postpositivista desde Quine hasta Rorty. Queda, igualmente, señalado un punto neurálgico para las pretensiones popperianas de anclar un criterio para el progreso de la ciencia. Conjeturas sí, refutaciones siempre tangentes. Pareciera que ni verificacionismo ni falsacionismo, sino relativismo es lo que se impone. Y el relativismo puede ser el vale todo que se anula a sí mismo. ¿Puede responder la obra de Popper a estas y otras críticas cruciales? Y, de responder, ¿pueden sus respuestas servir de asidero a una educación para la formación democrática? Veremos en los próximos meses qué conjeturas podemos formular para dar respuesta a estas interrogantes. Por lo pronto, digamos que en su última etapa, a partir de la formulación de la teoría del mundo 3, encontramos elementos fructíferos para ello.

Célebre, y no exento de polémica, es la obra del otro polo de este diálogo imaginario que hemos planteado, Heidegger. Escribió el filósofo de la Selva Negra que la ciencia no piensa. De modo que ya de entrada los caminos de Popper no son los suyos. Pero, además, ¿tiene sentido plantearse que la obra de un filósofo perseguido por el fantasma del nazismo pueda servir de asidero nada menos que a una formación democrática? ¿Tiene sentido plantearse este trabajo en un pensador acusado de irracionalista, en un filósofo impugnador del humanismo y que dejó como mensaje en su botella de náufrago que “sólo un Dios podrá salvarnos”? Heidegger postuló una diferencia ontológica denunciante de que estamos sumergidos en lo óntico, en los entes y las cosas, en la separación sujeto-objeto; un sumergirse que olvida el Ser, al cual, por cierto, jamás tendremos acceso por vía del discurso lógico, racional, de las ciencias y la filosofía. Más nos aproximamos al mismo por los caminos de la poesía.

Rector de la Universidad de Heidelberg durante los inicios de la intervención nazi, cuyo discurso inaugural de ese rectorado coqueteó con el ideario temprano del Partido y sin sombra de remordimientos por ello, no parece Heidegger buen compañero de viaje para demócratas. Y seguramente ello se agrave con su feroz crítica a la sociedad moderna de masas y sus regímenes políticos y no sólo políticos. Con Sloterdijk cabe decir que Heidegger no conduce ni a la democracia, ni al socialismo, ni a la teoría crítica y tampoco al capitalismo, sino al retiro monacal. Y si de educación se trata, tampoco nos lleva a credo pedagógico alguno. Así que, ¿educación y democracia en Heidegger?

Si bien no hay pocos obstáculos para encontrar en Heidegger fundamentos para la formación de un ethos democrático, sostendré que en su obra conseguimos claves importantes para repensar esta formación. No en balde estamos ante el precursor de la hermenéutica ontológica y uno de los críticos más mordaces de la filosofía objetivista de la presencia y de la ratio technica moderna, así como el pensador que concibió que el Ser se manifiesta en una pluralidad de caminos, de develamientos que no son exclusividad de saber alguno. Pocas veces la filosofía occidental ha resultado tan terrenal, y quizás nunca tan terrenal, como en la obra de Heidegger. ¿Terrenal quien abandona lo óntico en pos de lo ontológico? Suena paradójico. Y hasta puede aumentarse esa paradoja si decimos que en su coqueteo descarado con el nazismo, es decir, en su discurso sobre la Universidad, se pueden encontrar elementos para sustentar un discurso para la democracia en la educación. Después de todo, ¿no encontramos allí una actitud impugnadora con una educación que en lugar de preguntarse por el sentido se reduce a un tratamiento instrumental de conocimientos e informaciones parcializadas de cara a conformar profesionales ciegos con su entorno y consigo mismos? El desafío está en juego, las cartas están echadas. Sólo queda mostrar, convencer y persuadir sobre la posibilidad de un Heidegger bastión de la educación para la democracia. Para ello, y al igual que en el caso de Popper, tomaremos una muestra significativa, bastante grande, de la obra del filósofo, ya leída y en proceso de análisis (aunque esto último, quizás, disguste al espíritu de su autor).

Es entre estos dos pensadores, entre Popper y Heidegger, que queremos entablar un diálogo imaginario. La agenda está pautada: la educación para la democracia hoy.

Muchas gracias.
Ciudad Universitaria de Caracas, febrero de 2015