miércoles, 5 de diciembre de 2018

Ratio technica y mundo moderno

Prof. Javier B. Seoane C.

El mundo moderno puede definirse como el mundo de la ratio technica. Si mundo es, fenomenológicamente, lo que está a nuestro alrededor, pues no cabe duda de que a nuestro alrededor la ratio technica cobra vida en cientos de artículos de consumo, pero también en la misma constitución del pensamiento que se expresa en la filosofía, gran parte de las humanidades y todo el conglomerado de las ciencias formales y fácticas. Por ejemplo, en el caso de las ciencias sociales, en las políticas públicas de cualquier orden y en la propia teoría de sistemas. Esta ratio hunde sus raíces en los mismos orígenes de las fuentes culturales de occidente (aunque no sólo de occidente) como son el mundo griego, hebreo y romano.

No obstante, en los últimos siglos, a menos desde las corrientes románticas hasta nuestros días, ha estado presente una razón crítica al proyecto sociohistórico de la ratio technica. Por ejemplo, la teoría crítica de la sociedad de la “Escuela de Frankfurt” representa, en su contexto del siglo XX, un intento de recrear la teoría social de cara a una acción práxica emancipatoria que supere la dominación alienante de esta ratio hegemónica. Se puede decir que el programa de la teoría crítica, tal como fue diseñado por el núcleo de sus fundadores ―especialmente Max Horkheimer (1895-1973), Theodor W. Adorno (1903-1969) y Herbert Marcuse (1898-1979)― constituye una síntesis de diferentes corrientes filosóficas y sociológicas, entre las que caben destacar la dialéctica hegeliana, la teoría social marxiana, la crítica cultural de Friedrich Nietzsche, la teoría psicoanalítica de Sigmund Freud, los marxismos tempranos de Georg Lukács y Karl Korsch, el debate en torno a la revolución entre Vladimir Lenin y Rosa Luxemburg, la teoría de la racionalización social de Max Weber. La Escuela de Frankfurt, en tanto que esfuerzo sintético de dichas corrientes, y en tanto que propuesta de diseño de la teoría social frente a las proposiciones del positivismo lógico y el marxismo ortodoxo oficial, marca un capítulo relevante en el desarrollo del pensamiento sociológico del último siglo y, especialmente, de la crítica de la razón instrumental (terminología acuñada por el propio Max Horkheimer en relación crítica con Max Weber). A su vez, no poco debe este ejercicio crítico de la Escuela de Frankfurt a la obra de Martin Heidegger e, incluso, del español José Ortega y Gasset, como antes a los escritos de Oswald Spengler. Otros nombres destacados en esta reflexión sobre la técnica son Jürgen Habermas, Jan Patocka, Hannah Arendt, Hans Jonas, Jacques Ellul, Peter Sloterdijk o Josep Esquirol. Igualmente, en Venezuela, un pensador de la talla de Ernesto Mayz-Vallenilla, montado sobre todos estos precedentes y otros no mencionados aquí, construyó toda una valiosa reflexión sobre la ratio technica, llegando a una reconocida mundialmente crítica de la meta-técnica.

Por otra parte, cientos de películas, entre las que destaca la filmografía de Stanley Kubrik y antes de Charles Chaplin, como muchas obras de la literatura (Huxley, Orwell, Camus, etc.) han tenido el conflicto humano con la técnica como eje narrativo.

       Mucho se ha dicho entonces sobre la crítica de la ratio technica como principio racional hegemónico de las sociedades modernas, de sus logros y de sus problemas, de sus posibilidades y de sus límites. Y en el caso de Martin Heidegger, ha existido el intento claro de generar las condiciones de posibilidad para repensar toda la metafísica occidental, obsesionada por lo óntico, objetivo, instrumental. La ratio technica sigue siendo el tema de nuestro tiempo.

A propósito de la educación ética desde la impronta de John Dewey





Javier B. Seoane C.


          La moderna ciencia de la educación, formada durante los avatares decimonónicos, debe mucho a Johann Friedrich Herbart (1776-1841). En el contexto de la Ilustración, Herbart pertenece a una época de importantes filósofos de la educación como Rousseau o Kant. A este último le sucedió en la cátedra de Königsberg y mantuvo un impulso filosófico en ámbitos como la estética y la ética. Herbart puso también los primeros cimientos de la naciente ciencia pedagógica, cimientos que acentuaron a la psicología como base de la nueva disciplina.


          Desde Herbart la ciencia de la educación mantiene una tensión entre la base científica psicológica concerniente a la transmisión de conocimientos y la base filosófica que se pregunta acerca de los fines de la acción pedagógica. Como pensaba que la finalidad de la educación consiste en crear un carácter moral en el niño y el joven, la base de este brazo pedagógico será la ética (Lundgren, 1997: 49). La psicología ofrece, entonces, los medios. La ética, el fin. Luego de Herbart, y ya en marcha la ciencia pedagógica, la escuela obligatoria moderna y los primeros institutos de formación docente profesional, junto con la emergencia de la razón positivista, aparecerá una tercera rama de la disciplina educativa: la sociología.


          En sus inicios, la sociología tomó el relevo filosófico en la preocupación ética. La naciente ciencia de la sociedad tenía una misión ética. Así se deja ver en claro en el fundador de la sociología de la educación: Émile Durkheim (1858-1917). Para este francés, la sociología podía encontrar una moral científica al distinguir con precisión los hechos sociales normales de los hechos patológicos y, de esta forma, contribuir a la conformación de una sociedad «sana». Durkheim no pensaba, como Platón hacía con relación a los filósofos, que los sociólogos debían gobernar; la misión de ellos sería, más bien, la de asesorar y educar a la sociedad. Para ello, la educación resultaba fundamental.


Comprometido con los ideales políticos de la tercera república francesa y la filosofía positivista, Durkheim defendió con fuerza el concepto de una educación escolarizada obligatoria y laica, que sirviera a la constitución moral ciudadana del nuevo Estado francés. Así, su teoría pedagógica se basa sobre los conocimientos científicos positivos de la psicología y, especialmente, de la sociología —en el entendido de que esta última ciencia proporcionaría, sobre todo, los elementos éticos imprescindibles. Sin duda, el énfasis sociológico se vincula aquí con el proyecto de gran reforma encarnado en aquella tercera república. La educación durkheimiana descansaría en la sociología en función de orientar la reforma social.


La razón positivista, reformista en un comienzo y revolucionaria frente a las aspiraciones del antiguo régimen, pronto devino en una razón conservadora del nuevo orden social. Era la razón de la clase capitalista triunfante. Se comprimió en razón teleológica, instrumental, en claro abandono de la rama teológica que algunos de sus fundadores, especialmente Comte, sostuvieron. Como bien la trabajó teóricamente Max Weber, y luego los frankfurtianos Horkheimer, Adorno y Marcuse, esta razón teleológica o instrumental reduce todo a cálculo. Declarada incompetente para dar cuenta de los fines humanos,  a los que reduce siempre a la subjetividad y de los que sólo puede juzgar en cuanto a su viabilidad, esta razón se conforma con la búsqueda de los mejores medios en términos de eficacia y eficiencia. Es una razón económica, idónea para un mundo industrial que quiere autoconservarse a expensas del juicio ético, político, crítico.


Esta razón teleológica, instrumental, obsesionada por el cálculo, es la razón de la especialización disciplinaria, de la renuncia a la síntesis y al pensamiento holístico. Su principio es cartesiano, basado en la separación entre sujeto y objeto, en el sometimiento a principios metodológicos sustentados sobre la división de lo complejo en partes simples —suponiendo ello un claro compromiso ontológico atomístico. Se trata de una actitud lingüística matematizante del universo todo, que desconoce la legitimidad de otros lenguajes para hablar el mundo, a la par que se desconoce a sí misma como una metafísica entre otras metafísicas, como un lenguaje entre otros lenguajes. No, ella se define como la ciencia en el sentido del el conocimiento de la realidad única.


Esta razón, vuelta hegemónica en los avatares de la historia occidental de los últimos siglos, se institucionalizó exitosamente en los centros educativos, académicos y científicos de nuestras sociedades. Se volvió currículo escolar y se instaló hasta en los tuétanos de las antiguas y nacientes profesiones que, si bien siguieron teniendo ciertas reminiscencias religiosas en sus autorrepresentaciones, pasarían a definirse en términos técnicos. Las nacientes ciencias de la educación no serían ajenas a esta avasallante hegemonía instrumentalizadora. De aquellos grandes brazos dados por Herbart, uno, el psicológico conductista, se superdesarrollaría. El otro, el ético, quedaría relegado a lo filosófico deslegitimado como conocimiento. También el aporte sociológico durkheimiano pasaría a la trastienda por su vocación holística, inaprehensible para la razón cartesiana. La sociología sobreviviente sería la sociología estadística, la sociología de las leyes estocásticas, la sociología como sociometría, siempre sincrónica.


La educación institucionalizada en las universidades se construyó, entonces, desde la psicología conductista del aprendizaje y se entendería a sí misma como una profesión técnica, obsesionada muchas veces con las tecnologías educativas, con la didáctica y la planificación. Se centraría en el currículo como técnica, nunca como política, como ética-política. Los fines de la educación era cosa más filosófica y política que «científica». Y ello se manifestó, también cartesianamente, en el terreno curricular que modelaron y contribuyeron a institucionalizar estas ciencias educativas: predominio de asignaturas separadas entre sí, como departamentos estancos, con énfasis en las ciencias naturales y en la reducción instrumentalista de las humanidades: el lenguaje como gramática, como morfosintaxis; la poesía como métrica; la historia como colección de fechas, sucesos y personajes, preferentemente militares; las ciencias sociales como higiene; la educación ciudadana como derecho memorizado.


En este marco, la razón y actitud éticas resultaban incómodas, no porque los valores fuesen prescindibles a la vida humana sino porque no eran aprehensibles para la orientación de la razón positivista post-decimonónica. De lo ético no cabía hablar en lenguaje matemático, en cálculo y en reducción técnica. En este sentido, o lo ético se volvió una asignatura más entre otras, generalmente con tonos moralistas y «moralinos», o, en algunos casos, desapareció del currículo escolar en todos sus niveles. Lo ético era filosófico, cuestión de valores, de subjetividades, nunca «científico», nunca tangiblemente real, no sometible a observación experimental.


Muchas voces se opusieron a esta colonización de las ciencias pedagógicas por la racionalidad teleológica. Entre ellas, destacaremos las de la Escuela nueva, con especial referencia a John Dewey (1859-1952). Filósofo y científico pragmatista, Dewey encarnaba una actitud reformista profundamente democrática. Clásico, por excelencia, de la pedagogía para la democracia, resaltó la raíz ético-política de la empresa educativa.


Para Dewey, la educación ética y política para la democracia transitaba todo el sistema curricular educativo. No existía materia que no tuviese vínculos con los valores y la acción democráticas y democratizadoras —y así lo legó en su Democracia y educación de 1916, que subtítulo “Una introducción a la filosofía de la educación”. Así, por ejemplo, la enseñanza de las ciencias naturales y formales, si se entendía en términos de acción intelectual y práxica, de proceso, y no en términos de productos acabados (reificados) para el consumo del estudiante, proporcionaría una actitud que hoy, habermasianamente, denominaríamos de racionalidad ética comunicativa. En palabras de Dewey en su clásico "Democracia y educación":

“La abstracción y la generalización científica son equivalentes a adoptar el punto de vista de todo hombre, cualquiera que sea su localización en el tiempo y el espacio.” (1995 [1916]: 195).

La ciencia moderna como proyecto constituyó una revolución contra la autoridad (autoritaria) de los dogmas de fe, de las verdades reveladas que sobrevivieron en el devenir de los siglos por ejercicio de una dominación originada, la más de las veces, militarmente. Se trató de una revolución con una definida actitud crítica, emancipadora, con vocación persuasiva, retórica (en el buen sentido), dialógica. Su lugar era la discusión para persuadir y convencer, no la imposición de una fe. La argumentación, con sus demostraciones y pruebas sometidas a lo público, fue el medio para enfrentar el autoritarismo. Su racionalidad, como señala Dewey, tuvo un notorio énfasis comunicativo universalizable. Sólo después, tras la Ilustración, la razón positivista dio una vuelta de tuerca para trocar autoritaria aquella ciencia, para volverla excluyente de las otredades cognoscitivas, para tornarla autoritaria, logocéntrica y «logocida». Si se descosifica esa ciencia de la razón positivista —esto es, si se rehumaniza—, se recuperaría como actitud reflexivo-crítica, democrática, universalizable. Y por ello, la educación en las ciencias naturales resulta, al menos para Dewey y para nosotros, indisociable de una educación ética y política.

          Lo que se ejemplifica con las ciencias naturales y formales puede hacerse con otros saberes, con otras asignaturas. No en balde el libro citado de Dewey recorre una gran variedad de ellas poniéndolas en sintonía con un ethos democrático. Pues, para Dewey, y para nosotros, la educación ética ha de entenderse en cuanto que eje transversal de toda educación, concepción ésta opuesta a la racionalidad instrumental que ha imperado durante más de un siglo en las ciencias de la educación y sus manifestaciones en la institución escolar.


          Entender los saberes sólo en su dimensión técnica es abstraerlos de los contextos sociales en los que emergen y son utilizados cooperativamente. Los saberes constituyen fines para la acción humana y, en tanto tales, resultan portadores de una dimensión ética de la que no pueden escapar. Su carácter normativo se manifiesta en la propia justificación que los legitima. Obviar este condición conduce a un saber recetado que se copia en un cuaderno como fórmula para sobrevivir en el ejercicio de una profesión, empleo u oficio. Igualmente, conduce a entender la moral como deontología, como externa prescripción. En palabras, una vez más, de Dewey:

“El hábito de identificar las características morales con la conformidad externa a las prescripciones de la autoridad puede llevarnos a ignorar el valor ético de estas actitudes intelectuales, pero el mismo hábito tiende a reducir la moral a una rutina muerta y automática. Consiguientemente, aun cuando tal actitud tiene resultados morales, los resultados son moralmente indeseables, sobre todo en una sociedad democrática en la que tanto depende de las disposiciones personales.” (1995 [1916]: 297).


Precisamente, se tratan este saber técnico y moral prescriptiva del saber y la moral conveniente a la amalgama dominante de intereses económicos, mediáticos, partidistas y militares. Una educación ética para la democracia debe contribuir a la formación de un ciudadano y ser humano integral que comprenda esta amalgama de fuerzas imperantes en nuestro mundo para oponerle una acción efectivamente democratizadora. De más está decir que esta tarea no resulta fácil toda vez que dicha amalgama se opone a este deber de la educación democrática.


          Dewey resultó una mentalidad que se adelantó en su tiempo a lo que, con el Wittgenstein tardío, sería a partir de los años cincuenta la razón y actitud postpositivistas. Para esta razón y actitud, para esta razón-actitud, la observación resulta inseparable del lenguaje teórico. Es desde éste que se observa y cobran valor los datos. Distintos lenguajes teóricos dan lugar, entonces, a distintos descripciones del mundo, a distintas perspectivas, a distintos mundos. Cada lenguaje, al dar cuenta de su mundo, tiene consecuencias para la acción. Describir el mundo de un modo supone comprenderlo de ese modo y actuar en consonancia. De esta manera, se desvanece la ilusión positivista de que hay un lenguaje privilegiado para describir los hechos del mundo; esto es, se derrumba el sueño del lenguaje como espejo de la naturaleza (Rorty). Por ello, los lenguajes disciplinarios de los conocimientos, al suponer la esencia selectiva de todo sujeto dotado de lenguaje, tiene necesariamente un carácter normativo.


          Dewey fue (y es) una voz del gran coro que comprende, coro en que nos inscribimos con nuestra modesta voz, que lo ético no puede entenderse únicamente como una asignatura más en la vida de un estudiante, sino como un eje transversal en tanto y en cuanto que constituye una dimensión inexorable a todo saber.

Popper y Heidegger: dos caminos adversos para fundamentar epistemológicamente la educación para la democracia



Javier B. Seoane C.

La educación se entiende no pocas veces como una profesión técnica, obsesionada con las tecnologías educativas, la didáctica y la planificación. Ello se manifiesta cartesianamente en el terreno curricular que modelan estas ciencias pedagógicas como predominio de asignaturas separadas entre sí, con énfasis en las ciencias naturales y en la reducción instrumentalista de las humanidades. El lenguaje se reduce a gramática; la poesía a métrica; la historia a una colección de fechas, sucesos y personajes, preferentemente militares; las ciencias sociales se confunden con higiene y la educación ciudadana con derecho memorizado. Se impone el lenguaje matemático y de lo ético no cabe hablar mucho llegando, en algunos casos, a desaparecer del currículo escolar. Lo ético es cuestión de valores, de preferencias, hasta de gustos, no objeto de observación experimental.

Muchas voces se opusieron a esta colonización de las ciencias pedagógicas por la racionalidad instrumental y cartesiana. Entre ellas, especial referencia cabe dar a John Dewey (1859-1952), faro que orienta el concepto de educación para la democracia que nutre al trabajo que proponemos. Dewey entendió que la educación ética y política transita todo el sistema curricular. En su Democracia y educación (1916) sustentó que no hay materia que carezca de vínculos con valores y acciones democráticas. Así, por ejemplo, la enseñanza de las ciencias naturales y formales, si se entiende en términos de acción intelectual y práxica, de proceso, y no en términos de productos acabados (reificados) para el consumo del estudiante, proporciona una racionalidad que hoy, habermasianamente, denominamos comunicativa.

Y es que la ciencia moderna constituyó una revolución contra el autoritarismo de los dogmas de fe, de las verdades reveladas que sobrevivieron en el devenir de los siglos por ejercicio de una dominación originada, la más de las veces, militarmente. Se trató de una revolución con una definida actitud crítica, emancipadora, con vocación persuasiva, dialógica. La argumentación, con sus demostraciones y pruebas sometidas a lo público, fue el medio para enfrentar el autoritarismo. Su racionalidad, como señala Dewey, tuvo un notorio énfasis comunicativo universalizable. Sólo después, tras la Ilustración, la razón positivista dio trocó autoritaria aquella ciencia, la volvió logocéntrica y «logocida», excluyente de las otredades cognoscitivas, Se precisa descosificar esa ciencia de la razón positivista, recuperaría como actitud reflexivo-crítica, democrática, universalizable, para que resulte, como quería Dewey, indisociable de una educación democrática.

Lo ejemplificado con las ciencias naturales Dewey lo hace también con otros saberes, los cuales no escapan de ser portadores de una dimensión ética al responder siempre a fines humanos. Su carácter normativo se manifiesta en la propia justificación que los legitima. Obviar este condición conduce a un saber recetado que se copia en un cuaderno como fórmula para sobrevivir en el ejercicio de una profesión o, simplemente, para responder al examen de rigor.

Con Dewey arribamos también a la tesis, hoy más vigente que nunca, de que distintos lenguajes teóricos dan lugar a distintos mundos; a descubrir, diría Heidegger, distintos caminos del Ser. Cada lenguaje, al constituir un mundo, tiene consecuencias para la acción. Describir el mundo de un modo supone actuar en consonancia. De esta manera, se desvanece la ilusión positivista de que hay un lenguaje privilegiado para describir los hechos del mundo; esto es, se derrumba el sueño del lenguaje como espejo de la naturaleza (Rorty). Por ello, los lenguajes disciplinarios de los conocimientos, al suponer la esencia selectiva de todo sujeto dotado de lenguaje, o quizás de un lenguaje dotado de sujetos, tiene necesariamente un carácter normativo. Lo peligroso es que este carácter sea autoritario o incluso totalitario, la negación de un ethos democrático imprescindible para el desarrollo pacífico de una sociedad que es plural y se quiere plural. Un ethos que en cuanto tal exige entender la democracia más allá de un mero sistema político, y que, en consecuencia, no puede comprimirse a una asignatura aislada en el sistema escolar. Por el contrario, este ethos descansa en una plataforma epistémica transversal y transdisciplinaria que comprende a los saberes inexorablemente vinculados con tomas de posición ante el mundo.

II

Llegados aquí, la investigación que se propone quiere explorar en las obras de Karl Popper y Martin Heidegger dos caminos para fundamentar epistemológicamente la educación para la democracia en la clave ya expuesta. Seguidamente, se busca establecer un diálogo entre ambos pensadores a propósito de esta educación.

A Popper se lo reconoce por su defensa de la sociedad abierta, liberal y democrática. Una de sus bondades, sin duda, a pesar de las confusiones de unos pocos, fue tempranamente enfrentar los cierres dogmáticos del positivismo verificacionista del círculo de Viena, el marxismo y el psicoanálisis dogmáticos. Todos estos lenguajes caracterizados por erigirse en absolutismos epistemológicos, resultan perniciosos más allá de la ciencia al encarnarse en sujetos políticos constructores de sociedades cerradas, de dictaduras con vocación totalitaria. En este sentido, Popper aprecia nexos de implicación entre las adopciones de posturas epistemológicas y determinadas actitudes ético-políticas. Consideró que su propuesta de racionalismo crítico era el camino para el progreso, siempre limitado, del quehacer científico, siendo, a la par, una actitud epistémica apuntaladora de actitudes políticas democráticas.

Para Popper, la ciencia es una práctica de conjeturas y refutaciones. No hay lenguajes teóricos privilegiados para hablar del mundo. Existen, al revés, lenguajes diversos que descubren la diversidad de mundos en el mundo. Para Popper, cualquier conjetura es legítima para ensayar respuestas a las cuestiones fundamentales. Mitos, religiones, ciencias ocultas y demás especies nutren a las conjeturas que forman parte vital del descubrimiento científico, siendo así la ciencia una empresa abierta a la escucha de múltiples lenguajes. De ello, por supuesto, no se sigue que todo sea justificable. Por el contrario, el método de la práctica refutadora acompaña a la voluntad conjetural. Todo enunciado científico será tal siempre y cuando establezca las condiciones de su refutación, convirtiendo este quehacer en una actividad esencialmente crítica y abierta.

Hasta aquí la lógica de la investigación científica popperiana luce coherente y casi resulta una obviedad que serviría de alimento a una educación para un ethos democrático en la clave deweyana ya asomada. Pero aquí arrancan también una serie de problemas en el planteamiento de Popper. Por ilustrar uno de ellos. Willard O. Quine, incrustó una estocada fatal en el cuerpo del positivismo que por rebote golpeó a Popper. Dijo y mostró que se pueden verificar o falsear muy pocos enunciados en el campo observacional científico, con el agravante de que estos enunciados protocolares pertenecen a los anillos exteriores de las teorías científicas, jamás a sus núcleos. En otras palabras, lo que en ciencia se puede refutar es enteramente marginal a la teoría. Si con Locke la unidad de significación fue la palabra y se quedó muda, a partir de Frege la unidad significativa lo fue el enunciado. El positivismo y Popper suscribieron a Frege en este punto. Empero, para Quine el enunciado se quedó demasiado corto. Para él, y para el postpositivismo, la unidad significativa son las teorías científicas inscritas en un contexto sociocultural dado. Y estas teorías tienen sus propias defensas frente a las falsaciones. En palabras de Quine:

"…el todo de la ciencia es como un campo de fuerza cuyas condiciones límite da la experiencia. Un conflicto con la experiencia en la periferia da lugar a reajustes en el interior del campo: hay que redistribuir los valores veritativos entre algunos de nuestros enunciados. (…) Una vez redistribuidos valores entre algunos enunciados, hay que redistribuir también los de otros que pueden ser enunciados lógicamente conectados con los primeros o incluso enunciados de conexiones lógicas. Pues el campo total está tan escasamente determinado por sus condiciones-límite ─por la experiencia─ que hay mucho margen de elección en cuanto a los enunciados que deben recibir valores nuevos a la luz de cada experiencia contraria al anterior estado del sistema."
(Quine: Desde un punto de vista lógico, pp. 86-87).

¿Qué nos lleva, entonces, a inclinarnos más por una teoría que por otra? Seguidamente, la respuesta de Quine:

"…en cuanto a fundamento epistemológico, los objetos físicos y los dioses difieren sólo en grado, no en esencia. Ambas suertes de entidades integran nuestras concepciones sólo como elementos de cultura. El mito de los objetos físicos es epistemológicamente superior a muchos otros mitos porque ha probado ser más eficaz que ellos como procedimiento para elaborar una estructura manejable en el flujo de la experiencia."
(Quine: Desde un punto de vista lógico, p. 89).

En resumen, la solución a ciertos problemas que se plantean dentro de un contexto sociocultural es lo que hace que una teoría cobre legitimidad pragmática frente a otras. Queda, de este modo, señalado el vector postpositivista desde Quine hasta Rorty. Queda, igualmente, señalado un punto neurálgico para las pretensiones popperianas de anclar un criterio para el progreso de la ciencia. Conjeturas sí, refutaciones siempre tangentes. Pareciera que ni verificacionismo ni falsacionismo, sino relativismo es lo que se impone. Y el relativismo puede ser el vale todo que se anula a sí mismo. ¿Puede responder la obra de Popper a estas y otras críticas cruciales? Y, de responder, ¿pueden sus respuestas servir de asidero a una educación para la formación democrática? Veremos en los próximos meses qué conjeturas podemos formular para dar respuesta a estas interrogantes. Por lo pronto, digamos que en su última etapa, a partir de la formulación de la teoría del mundo 3, encontramos elementos fructíferos para ello.

Célebre, y no exento de polémica, es la obra del otro polo de este diálogo imaginario que hemos planteado, Heidegger. Escribió el filósofo de la Selva Negra que la ciencia no piensa. De modo que ya de entrada los caminos de Popper no son los suyos. Pero, además, ¿tiene sentido plantearse que la obra de un filósofo perseguido por el fantasma del nazismo pueda servir de asidero nada menos que a una formación democrática? ¿Tiene sentido plantearse este trabajo en un pensador acusado de irracionalista, en un filósofo impugnador del humanismo y que dejó como mensaje en su botella de náufrago que “sólo un Dios podrá salvarnos”? Heidegger postuló una diferencia ontológica denunciante de que estamos sumergidos en lo óntico, en los entes y las cosas, en la separación sujeto-objeto; un sumergirse que olvida el Ser, al cual, por cierto, jamás tendremos acceso por vía del discurso lógico, racional, de las ciencias y la filosofía. Más nos aproximamos al mismo por los caminos de la poesía.

Rector de la Universidad de Heidelberg durante los inicios de la intervención nazi, cuyo discurso inaugural de ese rectorado coqueteó con el ideario temprano del Partido y sin sombra de remordimientos por ello, no parece Heidegger buen compañero de viaje para demócratas. Y seguramente ello se agrave con su feroz crítica a la sociedad moderna de masas y sus regímenes políticos y no sólo políticos. Con Sloterdijk cabe decir que Heidegger no conduce ni a la democracia, ni al socialismo, ni a la teoría crítica y tampoco al capitalismo, sino al retiro monacal. Y si de educación se trata, tampoco nos lleva a credo pedagógico alguno. Así que, ¿educación y democracia en Heidegger?

Si bien no hay pocos obstáculos para encontrar en Heidegger fundamentos para la formación de un ethos democrático, sostendré que en su obra conseguimos claves importantes para repensar esta formación. No en balde estamos ante el precursor de la hermenéutica ontológica y uno de los críticos más mordaces de la filosofía objetivista de la presencia y de la ratio technica moderna, así como el pensador que concibió que el Ser se manifiesta en una pluralidad de caminos, de develamientos que no son exclusividad de saber alguno. Pocas veces la filosofía occidental ha resultado tan terrenal, y quizás nunca tan terrenal, como en la obra de Heidegger. ¿Terrenal quien abandona lo óntico en pos de lo ontológico? Suena paradójico. Y hasta puede aumentarse esa paradoja si decimos que en su coqueteo descarado con el nazismo, es decir, en su discurso sobre la Universidad, se pueden encontrar elementos para sustentar un discurso para la democracia en la educación. Después de todo, ¿no encontramos allí una actitud impugnadora con una educación que en lugar de preguntarse por el sentido se reduce a un tratamiento instrumental de conocimientos e informaciones parcializadas de cara a conformar profesionales ciegos con su entorno y consigo mismos? El desafío está en juego, las cartas están echadas. Sólo queda mostrar, convencer y persuadir sobre la posibilidad de un Heidegger bastión de la educación para la democracia. Para ello, y al igual que en el caso de Popper, tomaremos una muestra significativa, bastante grande, de la obra del filósofo, ya leída y en proceso de análisis (aunque esto último, quizás, disguste al espíritu de su autor).

Es entre estos dos pensadores, entre Popper y Heidegger, que queremos entablar un diálogo imaginario. La agenda está pautada: la educación para la democracia hoy.

Muchas gracias.
Ciudad Universitaria de Caracas, febrero de 2015

Friedrich Schiller y la razón sensual según Marcuse


Prof. Javier B. Seoane C.

0. A modo de introducción


Friedrich Schiller (1759-1805), quien tuvo la impronta de la obra de Kant, procuró integrar a la ética y estética formalistas los contenidos procedentes de lo sensible. Próximo, por hijo de la época, a las mieles racionalistas de la Ilustración, Schiller fue pensador ecológico ―valga aquí el calificativo; mas no ecologista radical. Esto es, si bien bebió de la savia de la razón iluminista, no quiso poner a la naturaleza como objeto externo de la conciencia humana y digno de ser sometido al imperio humano. No, el ser humano pertenece a la naturaleza, es naturaleza. Lo que el ser humano pueda hacer con su accionar en el mundo está arraigado necesariamente en y desde su sensibilidad originaria. Para Schiller no hay moral sin estética, sin que pretenda reducir lo uno a lo otro. De ahí que Schiller apostara por el homo ludens. El juego es el lugar de encuentro de lo estético y de lo moral, de la sensibilidad y la voluntad de la conciencia por alcanzar una razón práctica.

Herbert Marcuse (1898-1979) fue uno de los máximos exponentes de la teoría crítica de la sociedad, inicialmente inspirada en el marxismo heterodoxo de Lukács y Korsch y, luego, a partir de los años cincuenta, un autor emblemático del freudomarxismo. En Eros y civilización de 1953, propone una de las tesis más polémicas del pensamiento político emancipatorio del siglo pasado, a saber, que tanto la dominación como la liberación se juegan a nivel de la generación de necesidades y el encauzamiento de las inclinaciones psíquicas del individuo. La dominación ya no es externa, sino que se ha hecho interna en el sentido de entronización de necesidades represivas en el individuo.

Las líneas que siguen pretenden presentar la interpretación de Schiller que hiciera Marcuse con motivo de exponer al que consideró uno de los máximos precursores de una razón sensual auténticamente emancipadora del individuo.

1. La razón represiva


Marcuse, tanto como Theodor W. Adorno (1903-1969) y Max Horkheimer (1895-1973), sus pares de la Escuela de Frankfurt, procuraron reconstruir y reconfigurar el potencial crítico y antropológico de los conceptos fundamentales de la tradición filosófica y, con especial atención, el de uno de ellos, el de Razón, concepto indisociable del de libertad. Antes del escrito de Marcuse objeto de este trabajo, Eros y civilización, ya en 1944 Horkheimer y Adorno llevaron a cabo un estudio genealógico y anatómico del concepto ilustrado de razón. Para ello, partieron del racionalismo moderno pero no se quedaron allí. Antes, se remontaron al origen mítico de esa razón en Homero, en los orígenes mismos del modelo civilizatorio occidental. Y allí, la apreciaron en uno de sus máximos exponentes ancestrales, el astuto Odiseo. En el Canto XII de la Odisea, ya encontramos, a los ojos de Horkheimer y Adorno, la razón presa de la racionalidad instrumental tan excelentemente sistematizada por la obra de Max Weber (1864-1920), uno de los insignes maestros de Lukács. En efecto, Odiseo tiene que atravesar un mar plagado de encantadoras sirenas. El héroe, que tiene un fin que cumplir, un objetivo al que siente que no debe renunciar, una empresa que llevar a buen término, sabe de antemano que ni él ni sus trabajadores ―los remeros― pueden sucumbir ante el encanto de los cantos sirénicos. No obstante, la sensual naturaleza le reclama y él no quiere renunciar completamente al gozo por lo que, historia conocida, en lugar de taparse los oídos para no escuchar los cantos, precisamente lo que sí ordena que hagan sus empleados, se hace amarrar al mástil de la nave. Así, a los trabajadores, ensordecidos por la razón astuta de Odiseo, a ellos, no les es permitido un momento sensual. El jefe sí puede, pero como cuerpo atado. No de otra manera unos remarán como si nada en el mar encantado y el otro, cuerpo atado, sentirá pero por su misma atadura imposible le será entregarse al goce reclamado por la naturaleza.

En ese homérico pasaje, aprecian Horkheimer y Adorno la razón represiva occidental en gestación ―si acaso no ya gestada. Represiva en tanto y en cuanto que mutiladora de la condición sensual antropológica. Desde allí, desde las raíces de la civilización occidental, resulta entonces posible la reconstrucción de la inveterada dicotomía entre razón y naturaleza, entre unas facultades llamadas “superiores” (racionales) y otras “inferiores” (sensuales). Mas, Horkheimer, Adorno y Marcuse no se conforman con reconstruir, sino que la teoría crítica les reclama una actitud de impugnación de esa dicotomía y su carácter alienante, así como una voluntad dialéctica de síntesis entre razón y sensualidad. Es justamente en este último punto, que Marcuse, en su intento de reconfigurar el concepto filosófico de razón, encuentra en Schiller un bastión fundamental.

2. Schiller precursor de una razón sensual emancipadora


Marcuse nos dice que, para Schiller, lo que conduce a la libertad es la belleza. Empero, la belleza, el arte, lo estético, ha sido relegado por la filosofía, ha quedado en segundo plano como atado a funciones secundarias o inferiores frente a las funciones superiores del razonamiento y de la lógica. En ello, la filosofía ha sido fiel a la dominación represiva ejercida por la civilización occidental contra los potenciales sensuales de la humanidad. El calificativo del hombre como animal racional, antes que como animal simbólico y sensual, ese calificativo de racional tan caro a la filosofía, muestra la alianza entre pensamiento y dominación. Marcuse comenta: “Y en tanto que la filosofía acepte las reglas y valores del principio de la realidad, la aspiración de una sensualidad libre del dominio de la razón no encontrará lugar en la filosofía; muy modificada ha encontrado refugio en la teoría del arte. La verdad del arte es la liberación de la sensualidad mediante su reconciliación con la razón: éste es el concepto central de la estética idealista clásica.” Y, seguidamente, “El arte reta al principio de la razón prevaleciente: al representar el orden de la sensualidad evoca una lógica convertida en tabú ¾la lógica de la gratificación contra la de la represión.” (Marcuse, 1981: 174).

En el desarrollo de occidente encontramos, entonces, un enfrentamiento entre el orden de la sensualidad y el orden de la razón, cuyos correlatos psicoanalíticos serían el perpetuo enfrentamiento entre principio del placer y principio de la realidad. Y ciertamente no se trata de una artificialidad toda vez que durante la mayor parte de la historia la administración de recursos para la sobrevivencia se ha impuesto ante la escasez que nos ha asolado. Hay, por consiguiente, una justificación histórica para la oposición entre sensualidad y racionalidad, independientemente de los modos que esta oposición haya tomado en las concretas formas de la dominación. No obstante, esa justificación histórica, para Marcuse, se deprecia cada vez más ante los logros técnicos y tecnológicos alcanzados por el orden de la racionalidad. Hoy, nos dice Marcuse, hay que cuestionar el argumento de la escasez, al menos desde el punto de vista de la satisfacción de las necesidades vitales de los seres humanos. En tal sentido, la utopía marcusiana se constituye desde la sensualidad ya no sacrificada por la razón. El reino de la libertad se posibilita como superación del reino de la necesidad, tal como Marx propuso en sus primeras obras.

Precisamente, en Schiller encontramos, a los ojos de nuestro freudomarxista, un precursor para la síntesis de un nuevo orden constituido sobre los anteriores dicotómicos. No se trata de poner ahora el orden de la sensualidad por encima del de la razón, de someter éste a los imperativos de aquel; se trata, por el contrario, de generar una razón sensual: una reconciliación dialéctica que limite el campo de la represión a la estrictamente necesaria para el sustento de la vida humana. Marcuse apela a las Cartas sobre la educación estética del hombre, donde Schiller sentencia el dolor humano ejercido por la represión excesiva: “...el gozo está separado del trabajo, los medios del fin, el esfuerzo de la recompensa. Encadenado eternamente sólo a un pequeño fragmento de la totalidad, el hombre se ve a sí mismo sólo como un fragmento; escuchando siempre sólo el monótono girar de la rueda que mueve, nunca desarrolla la armonía de su ser, y, en lugar de darle forma a la humanidad que yace en su naturaleza, llega a ser una mera estampa de su ocupación, de su paciencia.” (Schiller en Marcuse, 1981: 175-176). Es un pasaje que se adelanta en más de cien años a la crítica que al industrialismo hiciera en “Metrópolis y vida mental” George Simmel, o a la metáfora visual ácida del hombre vuelto engranaje de Tiempos modernos de Charles Chaplín.

Pero, si Schiller procura una síntesis en una razón sensual, y es consciente como se muestra en el último pasaje de lo alienante del trabajo humano en la civilización moderna, ¿cómo sería posible una razón sensual en el trabajo? La respuesta a esta interrogante supondrá tratar una de las aportaciones más ricas de Schiller a la filosofía: el juego.

3. Juego y libertad


Marcuse dice: “Schiller afirma que para resolver el problema político, «uno debe pasar por la estética, pues aquello que conduce a la libertad es la belleza». El impulso del juego es el vehículo de esta liberación.”(Marcuse, 1981: 176-177). El juego resulta acción que enlaza belleza y trabajo, pues jugar no significa aquí jugar con algo, con un objeto, que conserva el divorcio entre sujeto (jugador) y objeto (lo jugado). Jugar significa dar pie al realizarse de las potencialidades y su vínculo con la naturaleza. Nuevamente con Marcuse: “La realidad que «pierde su seriedad» es la inhumana realidad de la necesidad y el deseo insatisfecho, y pierde su seriedad cuando la necesidad y el deseo pueden ser satisfechos sin trabajo enajenado. Entonces, el hombre es libre para «jugar» con sus facultades y potencialidades y con las de la naturaleza, y sólo «jugando» con ellas es libre. Su mundo entonces es el despliegue (Schein) y su orden el de la belleza.” (Ibid: 177).

Ya Marcuse, a comienzos de la década de los treinta, cuando recién habían aparecido los Manuscritos de París de 1844 de Marx, e inspirado en esos mismos manuscritos, había propuesto que el trabajo en el Reino de la Libertad tenía que ser juego en este sentido, estableciendo una conexión entre Schiller y Marx. Veinte años después desarrolla dicha propuesta directamente desde Schiller, comprendiendo que la misma supone suprimir el futuro como represión excedente del presente, esto es, el futuro como el lugar al que hay que postergar las gratificaciones posibles en el presente. Una vez más nuestro autor: “Así, Schiller atribuye al impulso liberador del juego la función de «abolir el tiempo en el tiempo», de reconciliar al ser con el llegar a ser, al cambio con la identidad. Con este tarea culmina el proceso de la humanidad hacia una forma superior de cultura.” (Ibid: 180). La fatiga del trabajo daría paso al despliegue de la creatividad del juego y se conquistaría, entonces, el tiempo hacia una gratificación continua.

4. A modo de conclusión: la estética como anhelo y anuncio de liberación humana

 Procuremos, para finalizar, sintetizar en unas pocas proposiciones para la discusión la lectura marcusiana de la relación entre política y estética en Friedrich Schiller.

1.)   Estética y ética no se deben considerar como esferas separables. No porque sea imposible su divorcio, sino porque su divorcio constituye una especie de aberración de una racionalidad represiva que pretende relegar y quitar importancia a la dimensión sensual de la condición humana. Mucho menos ha de ser tolerable en un orden civilizatorio capaz de satisfacer las necesidades vitales de los individuos. Así, la represión, justificada por la necesidad de administrar en la escasez, ya no se justifica.

2.)   En consecuencia, la razón puede devenir razón sensual, esto es, una razón que reconozca la dimensión humana de la sensualidad como parte de sí, como factor que no es irracional, sino, contrariamente como factor que potencia la humanidad del individuo. Marcuse aprecia que Schiller constituye uno de los principales precursores de este tipo de razón que, antes de objetivar a la naturaleza, la integra dentro de sí.

3.)   En Schiller, según Marcuse, el juego, como despliegue de la sensibilidad y potencialidad humanas, constituye el tipo de acción en el que se encuentran estética, moral y política, sensibilidad y voluntad encaminada hacia el establecimiento del mundo como hogar y no como instrumento de manipulación y trabajo. En el mundo del juego, de este juego schilleriano, prevalecerían las metáforas de la orquesta sinfónica o de la coreografía del ballet, no las de la lucha y la guerra. Y ello sería así porque emergería otro principio de realidad humana sellado por el reconocimiento y la complementación de unos con otros.

En muy pocas palabras, la concepción estética de Schiller le ha aportado a la crítica política de Marcuse la dirección del cambio social hacia un orden armónico, no represivo. El arte conserva el anhelo y anuncio de ese orden que pugna en lo más recóndito de la condición humana por emerger.


Bibliografía citada:

Marcuse, Herbert (1981): Eros y civilización, tr. Juan García Ponce, Ariel, Barcelona.

Caracas 2005

Conocer y deber en Max Weber


 

Prof. Javier B. Seoane C.


          Las líneas que siguen fueron elaboradas en función de estudiantes interesados en una obra tan prolífica como la de Max Weber (1864-1920). En ese sentido, a ellos van dirigidas las próximas páginas. Pretendemos aproximarnos a la concepción que este pensador tuvo sobre el conocimiento de lo social y su relación con las prácticas sociales. No buscamos la originalidad, buscamos simplemente tratar de surcar un breve lindero tomados de la mano de este genio de las ciencias de la cultura. Espero que logremos asirnos bien de su mano. Comenzaremos con una aproximación a su reflexión epistemológica sobre las ciencias de la cultura y concluiremos con un par de críticas a su postura, críticas que en todo caso jamás desmeritan tan magna obra.

La reflexión de Max Weber sobre el conocimiento de las ciencias de la cultura aparece en el contexto generado por el Methodenstreit alemán de finales del siglo XIX. Parte importante de esta disputa sobre el método en las ciencias tiene su origen en la reacción contra el positivismo de Wilhelm Dilthey, y en las respuestas que a éste dieron, sobre todo, los neokantianos Wilhelm Windelband y Heinrich Rickert.

Dilthey afirmaba que las ciencias del espíritu requerían de un método distinto del de las ciencias naturales, puesto que el objeto de estudio de las primeras era de naturaleza diferente del objeto de las segundas. El método tenía que estar en función del objeto de estudio. Luchaba contra el racionalismo uniformador del positivismo y su metafísica naturalista: mientras el mundo de la naturaleza se presenta extraño al sujeto epistémico, el mundo humano, objeto de las ciencias del espíritu, constituye a dicho sujeto y le es familiar. Dilthey dirá entonces que el estudio de lo humano demanda comprensión (Verstehen), pues se trata de un mundo significativo, lleno de vida. Las ciencias naturales no requieren comprender sino explicar los fenómenos naturales, pero las ciencias del espíritu no pueden explicar sin comprender.

          Como lo entendió la escuela neokantiana, especialmente con  Windelband y Rickert, la propuesta de Dilthey resultaba metafísica, pues tenía que postular  a priori ontologías diferentes para “la naturaleza” y para “el espíritu”. Por tal razón, para estos pensadores el problema de las ciencias del espíritu quedaba abierto. Para Windelband, la diversidad de las ciencias no remite a diferencias ontológicas de los objetos sino a la orientación marcada por los intereses cognoscitivos. Puestas las cosas así, existen explicaciones nomotéticas, cuyo conocimiento se orienta al establecimiento de leyes generales; y, explicaciones idiográficas, orientadas hacia la singularidad de los fenómenos. La oposición ontológica entre “naturaleza” y “espíritu” pierde sentido, pues tanto las ciencias naturales como las ciencias sociales pueden orientarse nomotética o idiográficamente.

          Heinrich Rickert, a diferencia de Windelband, reinstala la diferencia objetiva entre los dos tipos de ciencias sobre nuevas bases:[1] las ciencias de la cultura son ciencias de objetos valorativos, de bienes culturales, mientras que las ciencias de la naturaleza no han de considerarse de este modo. Coincide con Windelband en cuanto a la orientación general de las últimas y la orientación individual de las primeras. Por supuesto, ello introduce el problema de la objetividad, pues, ¿cómo ha de ser objetiva una ciencia que trata con valores? Rickert propone una solución: “El progreso esencial en las ciencias culturales, en lo que se refiere a su objetividad, a su universalidad y a su conexión sistemática, depende del progreso que se realice en la elaboración de un concepto objetivo y sistemáticamente organizado de la cultura; es decir, que depende de que nos acerquemos a una conciencia de los valores fundada sobre un sistema de valores válidos. En suma: la unidad y objetividad de las ciencias culturales está condicionada por la unidad y objetividad de nuestro concepto de la cultura, y ésta, a su vez, por la unidad y objetividad de los valores que valoramos.”[2] La propuesta de Rickert se encierra en un objetivismo ético, lo que la empuja nuevamente a la metafísica. Es en el marco de este contexto que cobra sentido la postura epistemológica que adoptó Max Weber.

La posición de Weber desde su concepción de sujeto epistémico


Weber se sustenta sobre las tesis neokantianas de Windelband y Rickert, a partir de las cuales es menester distinguir entre realidad fenoménica y realidad en sí. Para Weber no puede haber descripciones completas y exactas de la realidad, pues ellas siempre escapan a la finitud del sujeto epistémico. Por consiguiente, la realidad, en tanto que realidad fenoménica, es siempre un recorte, una selección hecha desde un sujeto que mantiene relaciones de valor con su cultura, tal como lo afirma Rickert.

Weber no niega totalmente las tesis de Dilthey, lo que niega es el carácter metafísico que las mismas revisten. Por el contrario, nuestro autor asume que la acción humana, a diferencia de la “acción” de los objetos de las ciencias naturales, es una acción significativa, cultural, cargada de sentido, la cual sólo se puede explicar comprendiéndola. La peculiaridad de los fenómenos culturales conlleva un tipo de causalidad diferente de la natural. Por consiguiente, las ciencias de la cultura y las ciencias de la naturaleza varían en cuanto al tipo de explicación que tienen que construir.

La selección de los problemas a investigar y el ordenamiento conceptual de los fenómenos está condicionado desde el comienzo por las relaciones de valor del sujeto con su entorno. Obviamente, ello limita la posibilidad de conocimiento de lo social si lo que se pretende es una objetividad absoluta, total, pues el sociólogo no es Dios: ni está fuera del mundo ni es omnisciente. Por el contrario, el sociólogo forma parte de un mundo sociocultural, desde el cual ha surgido la sociología ligada a demandas prácticas.[3] Tanto el sujeto, su disciplina y sus objetos de investigación están condicionados culturalmente de modo inexorable.

Los fenómenos culturales están cargados de significaciones y sentidos dados por los actores sociales en juego, por lo que las ciencias de la cultura demandan interpretación de las acciones para la consecución de las explicaciones. Se trata de fenómenos entramados en procesos continuos, sólo recortables por ejercicios de abstracción debidos al entendimiento humano, y que son constituidos por efecto de acciones sociales previstas e imprevistas. Todo ello, impulsa a Weber a introducir el Verstehen y la interpretación como condiciones de posibilidad del conocimiento de lo social. El investigador, el sujeto epistémico, tiene que comprender los contextos significativos y de acción de los actores sociales, sus motivaciones y valores, para interpretar las acciones acontecidas. Llegados aquí, cabe preguntarse, ¿en qué se diferencia el Verstehen propuesto por Weber del propuesto por Dilthey? Sin duda, una de las diferencias fundamentales recae en el rechazo weberiano al intuicionismo diltheyano. Weber quiere un Verstehen, una comprensión, controlada por argumentos y hechos fácticos.[4]

          En todo caso, arribamos a tres puntos que aparentemente, al menos desde el paradigma epistemológico positivista, atentan contra la posibilidad de la objetividad en las ciencias de la cultura, a saber,

a.) El sujeto cognoscente está condicionado por relaciones culturales de valor, por lo que su construcción del objeto de investigación está condicionada por valores sociales y culturales.

b.) Los fenómenos culturales son fenómenos fundamentalmente singulares que no se pueden aislar, por lo que su aprehensión depende de recortes causales en el tiempo seleccionados por el sujeto cognoscente. Por consiguiente, resulta imposible dominar las múltiples determinaciones que constituyen un fenómeno. El investigador siempre tiene que llevar a cabo una selección de las causas y factores que considera más relevantes.

c.) Los fenómenos culturales son singulares y complejos por ser fenómenos significativos. Es decir, son productos de acciones humanas orientadas por un sentido, por lo que el investigador requiere llevar a cabo una comprensión interpretativa para su explicación.

          Los tres puntos remiten al proceso de selección que realiza el sujeto epistémico en la construcción de su objeto de investigación. Pero, nos dice Weber, una vez seleccionado este objeto, el investigador puede investigar sólo sobre la base de juicios de hecho. En este sentido, y por usar una terminología clásica en la filosofía de la ciencia, Weber separa el contexto de descubrimiento del contexto de justificación.

          Nos disponemos ahora a discutir las condiciones de posibilidad del conocimiento científico, objetivo, en el seno de las ciencias de la cultura. Partimos de las siguientes tesis:

1.) De que haya relaciones de valor en la construcción del objeto de la investigación, no se sigue necesidad lógica alguna de que los resultados de la investigación carezcan de objetividad.

2.) Entre el input de la investigación marcado axiológicamente, y la posibilidad objetiva del resultado, media el uso adecuado del método y el pensamiento orientado a la explicación causal de los fenómenos. La demostración lógica y la contrastación empírica, sobre todo en cuanto a las imputaciones causales, determinan la objetividad final de una investigación, si bien su punto de partida resulta siempre de una perspectiva particular.

3.) La objetividad en el marco de la reflexión weberiana es de orden procedimental, relativo a la imputación causal y las reglas de experiencia, no en orden a la correspondencia estricta entre teoría y hechos.

4.) Para el procedimiento metodológico weberiano la categoría de totalidad se vuelve muy importante, pues es la misma la que puede dar significado a los fenómenos singulares y desde la cual cabe plantearse una lógica de imputación causal. Empero, y de acuerdo con las premisas fenomenológico-kantianas de Max Weber, la idea de totalidad es sólo una idea regulativa, carente de naturaleza ontológica.

          Ad 1 y 2.) La construcción del objeto de la investigación está condicionada socioculturalmente. Se trata de un recorte subjetivo realizado sobre una realidad infinita. Ello parecería atentar contra la posibilidad del conocimiento objetivo en las ciencias sociales. Empero, Max Weber afirma que de la relación de valor cultural presente en las ciencias sociales no se sigue necesidad lógica alguna de que los resultados de la investigación carezcan de objetividad.[5]

Las normas de nuestro pensamiento, el interés en la verdad que pretende tener validez universal, valdría decir, verdad universalizable, limitan la subjetividad del investigador en el proceso de investigación y en la exposición de sus resultados. Pero, y ya que aquí reside el meollo de la posibilidad de objetividad, ¿cómo entender todo ello? En otros términos, si el proceso selectivo en el que participa la subjetividad del investigador está presente en,  a) la selección de los fenómenos a estudiar; b) la selección de la cadena causal a reconstruir; y, c) la selección de los eslabones más significativos de la cadena causal; ¿cómo posibilitar entonces la objetividad?

Weber responde que en cuanto al punto “a” no se puede limitar al investigador en sus objetos de estudio. No obstante, obviamente estos últimos tendrán mayor o menor impacto en la medida en que los problemas trasciendan el mero ámbito psicológico del sujeto epistémico. La cuestión metodológica entra en juego precisamente cuando han sido seleccionados los objetos y ha comenzado la investigación. Por consiguiente, la posibilidad objetiva se juega en las selecciones que acontecen en los puntos “b” y “c”, esto es, en las imputaciones causales, pues es allí donde interviene el proceso de pensamiento y su lógica.

          Una vez realizadas las imputaciones causales, es menester, nos dice Weber, tratar de probarlas. Para ello, y en cuanto a reglas metodológicas, propone nuestro autor,  “(...) la primera y decisiva consiste en que, entre los componentes causales reales del proceso, suponemos uno o varios modificados en determinado sentido y nos preguntamos si, en las condiciones del curso de los acontecimientos transformados de este modo, ‘cabría esperar’ el mismo resultado (en cuanto a puntos ‘esenciales’) o bien cuál otro..[6]        

          Entonces, para la imputación causal, el proceso de pensamiento modifica los órdenes causales y experimenta imaginariamente los resultados de acuerdo con reglas de experiencia. ¿Qué entiende la metodología weberiana por reglas de experiencia? Dejemos que Weber hable: “De lo dicho no se sigue, naturalmente, que el conocimiento de lo general, la formación de conceptos de género abstractos, el conocimiento de regularidades y el intento de formular conexiones ‘legales’ carezcan de justificación científica en el ámbito de las ciencias culturales. Todo lo contrario; si el conocimiento causal (...) consiste en la imputación de resultados concretos a causas concretas, sería totalmente imposible, respecto de cualquier resultado individual, una imputación válida que no recurriese al conocimiento <<nomológico>>, es decir, el conocimiento de las regularidades de las conexiones causales.”[7]

De esta manera, siguiendo la experiencia sobre el conocimiento de las regularidades causales, y realizando el experimento imaginario señalado, resulta posible determinar dentro del modelo construido cuáles causas imputadas son accidentales y cuáles son adecuadas. Mientras la supresión o modificación de las primeras no cambiaría sustancialmente el fenómeno en estudio, las segundas sí lo harían.[8]

Ad 3.) Así mismo, este seguimiento de imputación causal, su reflexión lógica y su correspondencia con reglas de experiencia, podría ser seguido y comprobado o no por otros investigadores que se colocaran en la misma perspectiva. Es importante resaltar, entonces, que Weber valora el papel de la imaginación en el quehacer de las ciencias de la cultura. Además, es preciso recordar que, a pesar de la posibilidad objetiva en los procedimientos de investigación de estas ciencias, Weber mantiene su posición agnóstica con referencia al conocimiento pleno de la realidad. La lectura de ésta siempre es una interpretación. Así, la posibilidad objetiva en Weber no significa la correspondencia absoluta o muy próxima con los hechos. La objetividad, para nuestro autor, se dirige hacia los procedimientos de investigación, explicación y establecimiento de conclusiones.

          Ad 4.) Lo dicho se manifiesta de manera contundente en el problema relativo a la totalidad. Para captar la individualidad de los fenómenos es preciso tener una idea de la totalidad en la que están insertos.[9] Pero, obviamente, se trata de la categoría de totalidad como idea regulativa, no como afirmación ontológica sino metodológica. También aquí Weber es kantiano, pues, siguiendo a Trino Márquez, La ciencia no estudia ni pretende atrapar intelectualmente ‘totalidades’. Su interés no es construir cosmovisiones.”[10]

La relación con la razón práctica. Neokantismo, ascesis científica y Modernidad.


           Para Weber resulta imposible derivar de lo que es lo que debe ser. Su epistemología de raíz kantiana marca también el camino hacia la ética, también de cuño kantiana, aunque mediada por Nietzsche. El terreno de los valores no científicos no es racional, lo que responde a su concepto de racionalidad teleológica. Por ello, se mantiene firme en lo que atañe a la separación entre razón teórica y razón práctica.

A la par, se mantiene consecuente con su teoría de la modernidad, conforme a la cual, se aprecian los procesos de autonomización de las esferas culturales y sociales: lo estético, lo ético, lo cognitivo, lo religioso, lo económico, lo político, etc., se autonomizan unos de otros desarrollando sus propios criterios de valor. Lo bueno puede resultar falso y lo verdadero puede tornarse feo, lo más económico puede resultar dañino y lo favorable en términos políticos puede resultar éticamente perjudicial.

Por otro lado, concibe la ética del científico desde el terreno ascético propio del protestantismo. El científico tiene una misión que lo aparta del contacto afectivo con el mundo como tal: el saber como fin en sí mismo. El análisis científico sólo puede darnos cuenta de los mejores medios para un fin dado, y hasta puede decirnos si el fin es o no viable, y si lo es a qué costo probable lo es y cuáles son sus posibles consecuencias. El juicio sobre fines sólo puede, entonces, decirnos los costos y consecuencias probables de cada uno de ellos dadas las condiciones existentes, pero no puede decirnos cuál se debe escoger. No obstante, en este sentido, la ciencia puede cumplir una función asesora y educativa.

La ciencia también puede ilustrar al actor que toma decisiones sobre el fondo cultural de las motivaciones que lo impulsan. El análisis puede permitir comprender los fines deseados por el actor, y en ese sentido, puede informar y educar, lo que no puede es emitir juicios de valor en lugar de juicios de hecho.

De acuerdo con lo dicho, y siguiendo la terminología de Robert Friedrichs, se puede decir que la sociología weberiana pertenece al modo sacerdotal. Para Weber la ciencia es el terreno de la racionalidad, mientras que la política es el terreno de la lucha de las pasiones y de la irracionalidad. En este sentido, Weber resulta un defensor a ultranza de la neutralidad axiológica, según la cual los juicios de hecho deben estar separados radicalmente de los juicios de valor. Hereda esto último de los positivistas decimonónicos, pero no su fe en que haya un patrón del progreso social que las ciencias puedan impulsar.

Para finalizar: dos críticas generales a las tesis de Max Weber


En primer lugar cabe resaltar que gran parte de la reflexión de Max Weber se ve limitada por su concepción estrecha de la racionalidad, la cual, considerada en su forma más acabada, está escrita en términos instrumentales teleológicos. No cuestiona esta noción de racionalidad ni parece plantearse posibilidades alternativas a la misma. Ello lo lleva a negar el juicio sobre los fines en el marco de la práctica científica. Pero también, en una crítica reciente de Jürgen Habermas,[11] lo lleva a considerar los tipos de acción social de una forma limitada, pues no comprende la acción comunicativa, u orientada al entendimiento, como un modo especial de acción. Weber parte del sujeto, del actor, pero no de la relación social. En su tipología piensa en términos de fines utilitarios, axiológicos o afectivos, pero no de la comunicación, del entendimiento. Así, en su esquema de los tipos de la acción social termina haciéndose trampa él mismo, pues presenta la acción racional con arreglo a fines como la racionalmente más acabada por atender a medios, fines, valores y consecuencias, mientras que la racional con arreglo a valores no atiende a las consecuencias, partiendo de esta manera de una ética de la intención y no de la responsabilidad.[12]

La crítica weberiana a las abstracciones positivistas y la recuperación de la comprensión para las ciencias sociales resulta de gran vigencia, sobre todo a la luz de la hermenéutica contemporánea. No obstante, su disrupción epistemológica entre ciencias naturales y ciencias sociales se encuentra superada, pues la misma se realiza desde el modelo newtoniano de ciencia, que ya en tiempos de Weber Albert Einstein estaba quebrando al darle al observador una posición activa en la construcción del objeto. En este sentido, tanto las ciencias naturales como las sociales responden a relaciones de valor y los científicos son activos en la construcción de la realidad. Weber aún mantiene una concepción dura y algo ingenua de las ciencias naturales.

Empero, y sin duda pudiendo establecer muchas otras críticas, la obra de Max Weber sigue siendo un punto de referencia obligado para una gran parte del quehacer de las ciencias sociales. Sus categorías sociológicas, su análisis de la modernidad, su epistemología y su sociología de las religiones siguen manteniéndose casi incólumes.




[1] H. Rickert: Ciencia cultural y ciencia natural, Austral, Buenos aires 1943; pp. 50-51. Nos dice en un conocido pasaje: “Una división en ciencias naturales y ciencias culturales basada en la especial significación de los objetos de la cultura podría manifestar mejor la oposición de intereses que separa en dos grupos a los investigadores; por eso la distinción entre ciencia natural y ciencia cultural me parece propia para substituir la división corriente de ciencia de la naturaleza y ciencia del espíritu.” Ahora bien, ¿cuál es la base de la distinción para Rickert? Al respecto nos dice: Por mucho que estiremos esta oposición, siempre supondrá necesariamente que en los procesos culturales está incorporado algún valor, reconocido por el hombre y en atención al cual el hombre los produce o, si ya existen, los cuida y cultiva. En cambio, lo que ha nacido y crecido por sí, puede considerarse sin referencia a valor alguno; y debe considerarse así si realmente no ha de ser otra cosa que naturaleza en el indicado sentido. (...) Los procesos naturales no son pensados como bienes y están libres de toda relación con los valores. Por lo tanto, si de un objeto cultural se retira el valor, queda reducido a mera naturaleza. Por medio de esta referencia a los valores, referencia que existe o no existe, podemos distinguir con seguridad dos especies de objetos; y sólo por ese medio podemos hacer la distinción, porque todo proceso cultural, si prescindimos del valor que en él resida, tendrá que considerarse como relacionado con la naturaleza y, por ende, como naturaleza.”
[2] H. Rickert: Ciencia cultural y ciencia natural, pp. 223-224.
[3] Max Weber: Ensayos sobre metodología sociológica, Amorrortu, Buenos Aires 1973; p. 41.
[4] “Afirmar que las ciencias histórico-sociales deben emplear un procedimiento de comprensión adecuado a su objeto es plenamente legítimo, si tal procedimiento no es ya un Verstehen inmediato, un acto de intuición, sino que se convierte en la formulación de hipótesis interpretativas que esperan su verificación empírica, y, por lo tanto, que se las asuma sobre la base de una explicación causal. La comprensión ya no excluye la explicación causal sino que coincide ahora con una forma específica de esta: con la determinación de relaciones de causa y efecto individuadas. Las ciencias histórico-sociales son, por lo tanto, aquellas disciplinas que, sirviéndose del proceso de interpretación, procuran discernir relaciones causales entre fenómenos individuales, es decir, explicar cada fenómeno de acuerdo con las relaciones, diversas en cada caso, que lo ligan con otros: la comprensión del significado coincide con la determinación de las condiciones de un evento.” (Pietro Rossi: Introducción a los Ensayos sobre metodología sociológica de Max Weber, pp. 19-20).
[5] “Pero de esto no se sigue, evidentemente, que la investigación en las ciencias de la cultura solo pueda tener resultados <<subjetivos>>, en el sentido de válidos para una persona y no para otras. Antes bien, lo que varía es el grado en que interesan a diversas personas. En otras palabras, qué pase a ser objeto de la investigación, y en qué medida se extienda esta en la infinitud de las conexiones causales, estará determinado por las ideas de valor que dominen al investigador y a su época. En cuanto al <<cómo>>, al método de investigación, el <<punto de vista>> orientador es determinante ---como hemos de ver--- para la construcción del esquema conceptual que se empleará en la investigación. En el modo de su uso, sin embargo, el investigador está evidentemente ligado, en este caso como en todos, por las normas de nuestro pensamiento. Pues la verdad científica es lo que pretende valer para todos aquellos que quieren la verdad.” (Max Weber: Ensayos sobre metodología sociológica, p. 73).
[6] Ibid, p. 158.
[7] Ibid, p. 68.
[8] Trino Márquez: Max Weber: metodología y ciencias sociales, Universidad Central de Venezuela, Caracas 1988; p. 46.
[9] Ibid., p. 49.
[10]Ibid., pp. 49-50.
[11] Cf. Teoría de la acción comunicativa, Taurus, Barcelona 1999.
[12] Ibid., tomo I, p. 362.