Los sentidos de la retórica
Retórica,
sin duda una palabra usualmente cargada de mala fama por largos trechos de la
historia, viene de la palabra griega “rétor”, que se traduce en latín por
“orator” y que significa “orador”, siendo la retórica el estudio relativo a la
oratoria. Asociada no pocas veces con engaño, sofisma, ornamento vacuo del
discurso, la retórica, curiosamente, ha disfrutado de sus mayores esplendores
en períodos democráticos. Así lo fue en la Grecia de Pericles, durante la
consolidación de la república en Roma o después de la segunda guerra mundial.
Al contrario, su mala fama frecuentemente ha marchado en conjunto con concepciones
autoritarias cuando no totalitarias. Para entender mejor de qué va este asunto,
pasemos revista brevemente a cinco modos de entender esta palabra:
1. Retórica como función embellecedora de los discursos hablados y
escritos.
2. Retórica como uso sofístico, engañoso, del lenguaje. Así, resulta
frecuente acusar a otra persona de ser puramente retórica para acusarla de
querernos engatusar, o desviarnos intencionalmente de una buena discusión con
el propósito de vencer erísticamente en una controversia sin mayores
miramientos éticos. O hablamos de una pregunta retórica cuando ya contiene la
respuesta, siendo así una falsa pregunta.
3. Retórica como disciplina cuyo objeto consiste en las formas y
propiedades del discurso suasorio.
4. Retórica como arte, en el sentido de técnica, del buen decir para
persuadir con eficacia.
5. Retórica como dimensión suasoria propia de todo discurso.
La
significación 2 descansa en la mala fama de la retórica. Muchas veces se trata
de un prejuicio de quienes creen que el decir debe ser claro, preciso y
distinto. Si las ideas son claras y distintas, como gustaba a Descartes,
entonces, ¿por qué no usar también el lenguaje de la forma más clara y distinta
que se pueda? Si, por el contrario, el lenguaje se presenta enrarecido, confuso,
los defensores de la claridad y la economía en el discurso dirán que, o las
ideas no están claras o si lo están se quieren obscurecer con alguna intención
inconfesada. Los cartesianos tienen como lenguaje ideal por su claridad y distinción el lenguaje matemático y ello no está mal a menos que pensemos que el lenguaje matemático puede extenderse a todo discurso humano. Y es que si lo extendemos estamos suponiendo que todo en el mundo se adapta a un lenguaje caracterizado por su univocidad y racionalidad, lo que no pasa de ser un compromiso metafísico injustificable. Ya Aristóteles señalaba que el terreno de la retórica no era la demostración, que corresponde al terreno de la matemática, sino el terrenos de la deliberación y la persuasión.
La significación 1 suele marchar pareja con la segunda. Las
intenciones no loables, enrarecedoras, apelarán no pocas veces al
embellecimiento de los discursos. Así, el estafador suele ser un hombre o mujer
encantador que nos cautiva con palabras y modismos para después engañarnos
vilmente en nuestra buena intención. El demagogo exitoso igual. El eficiente
propagandista de productos dañinos otro tanto. Hay, por tanto, un uso retórico
del discurso bien perjudicial.
Pero
no todo embellecimiento del discurso ha de considerarse negativamente. ¿Es
dañina la poesía? ¿La literatura? ¿La palabra honesta del enamorado? ¿El
sincero discurso que homenajea a una mujer tan valiosa como Juana de Arco o a
un hombre tan pacifista como Gandhi? No se puede asociar belleza del discurso
con maldad. Subyace más bien una dimensión ética del discurso que marcará el
carácter benéfico o maléfico de la presentación retórica del discurso.
La
definición 3 circunscribe la retórica a una disciplina, tan antigua como
Aristóteles y más. Sería, bajo esta significación, un estudio sistemático
dirigido al análisis de la función suasoria del discurso que podría guardar
estrecha relación con la cuarta forma enunciada: arte de la persuasión mediante
el decir. Nótese que preferimos usar “decir” que “palabra”, pues no todo decir
acontece mediante la palabra. También se dice mediante imágenes, señas, música
y silencios.
Un
reconocido estudioso de la retórica como disciplina, Heinrich Lausberg, señala
que el aprendizaje de un accionar humano, y la retórica es un accionar tal,
puede acontecer por imitación de un modelo o ejemplo o mediante la técnica que
facilita la comunicabilidad del aprendizaje al asentarse de forma teórica,
sistemática (1975, pp. 60-1). La retórica en tanto que arte o técnica puede
aprenderse de modo teórico, estudiando su disciplina, sin descartar el
aprendizaje por emular un ejemplo.
En la
tradición formativa medieval la retórica constituía una materia o disciplina
del trívium junto con la gramática y la dialéctica o lógica. Al lado de este
trívium o tres caminos para llegar a los saberes se encontraba el quadrivium,
otras cuatro vías importantes integradas por las disciplinas de la aritmética,
la geometría, la astronomía y la música. El trívium se orientaba a la palabra y
el quadrivium al cálculo. Trívium y quadrivium, las artes llamadas entonces
liberales, eran la base de la educación y formación de los gentiles, base de
unas competencias para aprender a aprender y que quizás hoy deberíamos revisar
para repensar nuestra educación cargada de contenidos y olvidada no pocas veces
de lo fundamental. De este modo, relacionar retórica con disciplina o materia
tiene una larga historia entre nosotros, por lo que no se trata de un vínculo
impertinente. La retórica, efectivamente, puede entenderse como una disciplina
que nos dota de una técnica para decir lo que hay que decir con propiedad
suasoria, bien para persuadir, bien para disuadir. Se trata de un arte
psicagógico: induce el cambio de las almas mediante el decir.
Si
nuestro decir tiene un sentido algo queremos comunicar con el mismo, y si
queremos hacerlo con eficacia no deberíamos menospreciar la dimensión retórica
del discurso. De este modo, sin menospreciar ninguna de las cinco
significaciones presentadas queremos en este capítulo privilegiar el
entendimiento de la retórica como dimensión inherente a todo discurso,
dimensión que configura la forma suasoria de la presentación del discurso. Pues
el discurso como acto de habla complejo tiene objetivos ilocucionarios y
perlocucionarios, pretende algo y quiere llegar a su auditorio con un propósito
determinado. Busca que su auditorio valore algo, o desprecie alguna cosa o
persona, o aprenda algo, o… Sea lo que sea, el discurso lo pronuncia alguien y
se dirige a alguien con un designio buscado. Su forma de organizarse y de
presentarse constituye su dimensión retórica.
Como
en el caso ya tratado de la lógica informal, el campo propio de la retórica es
lo probable, lo verosímil, no la demostración matemática, geométrica o lógico
formal que no precisa de mayor persuasión. La demostración de estas ciencias
formales se dirige a un auditorio universal mientras que la retórica se dirige
a auditorios particulares.
Res, verba y las operaciones retóricas
La
primera distinción retórica importante consiste en res (cosa, materia) y verba (palabra,
decir). La res trata la materia sobre
la que discierne el discurso retórico, mientras que verba trata la forma cómo ha de presentarse esa materia. El
discurso adecuado comprenderá el estudio y análisis tanto de la res como de las verba. Así, a la retórica le concierne tanto la estructuración interna
del discurso, su organización, como la estructuración externa, la relación con
el auditorio y su contexto (Albaladejo, 1991, p. 43).
La
configuración de un texto retórico pasa en primera instancia por establecer
bien la res, la materia del discurso.
Se trata de las ideas que estructuran el discurso, la materia sobre la que este
discurre. La res se divide, a su vez,
en una operación semántica y otra sintáctica (Albaladejo, 1991, p. 46). La
primera remite a la extensión del contenido, lo que ha de abarcar, el referente
discursivo, mientras que la segunda remite a la intensionalidad de lo tratado,
la cuestión del sentido y significado.
En
cuanto al establecimiento de las verba,
encargada de la presentación verbal del discurso, la cuestión radica en la comunicación
óptima que se pueda lograr para conseguir el efecto suasorio. Resulta menester
para ello el mejor conocimiento que se pueda obtener del auditorio receptor del
discurso, manteniendo la vigilancia de la importante distinción entre contexto de producción y contexto de recepción del discurso. Un
buen orador ha de informarse acerca de a quién se va a dirigir, de sus prejuicios, opiniones y creencias, de sus afectos y emociones, de sus valores y actitudes.
Para lograr el efecto deseado no se ha de escatimar en el esfuerzo de
informarse sobre el receptor del discurso.
Desde
la sistematización de la disciplina realizada a partir de Aristóteles se
considera que para que el hecho retórico se consume exitosamente se ha de
satisfacer, además, una serie de operaciones retóricas, a saber, inventio, dispositio, elocutio, memoria, actio o pronuntiatio.
Cada una de las cuales mantiene un vínculo bien con la res, bien con las verba,
bien con ambas. La inventio, la dispositio y la elocutio son las operaciones propiamente constituyentes del
discurso (Albaladejo, 1991, p. 58). Una vez elaborado el discurso operarán la memoria y la actio o pronuntiatio.
A la inventio le concierne encontrar y
definir la materia del discurso, las ideas que ha de sustentar
argumentativamente el mismo. Es la operación retórica inicial, que opera
directamente con la res en cuanto al
ámbito extensional de ésta, que establece las bases de todo el discurso y de su
alcance referencial, de modo que la solidez o debilidad de éste dependerá
directamente de este momento original. No hay fórmula o algoritmo alguno que
pueda guiarnos en el proceso de la inventio,
como tampoco en las operaciones retóricas subsecuentes. Habrá aquí siempre una
combinación de talento, disciplina y hasta fortuna que precisarán de la virtud
de la frónesis, de la prudencia, si bien la experiencia retórica será siempre
la base de sabiduría que articule esa deseada combinación, del mismo modo que
la experiencia lo es también para el carpintero o el orfebre. La oratoria, en
este sentido, se cultiva como se cultiva cualquier oficio. Así que, de
antemano, le deseamos que cultive sus talentos con disciplina y que no le falte
la suerte a la hora de encontrar la materia de su discurso.
A la inventio sigue la dispositio, operación encargada de estructurar el orden, la
disposición de las ideas o materia del discurso. Se trata de la operación
organizadora de la res en su ámbito
propiamente intensional, es decir, en lo que refiere a las relaciones entre las
ideas para dotarlas de sentido y significado. Por ello, la dispositio jerarquiza la materia del discurso y establece los nexos
entre las partes argumentativas del discurso. Los clásicos Cicerón y
Quintiliano recomiendan disponer los argumentos más débiles en el medio de la
cadena argumentativa, dejando los más fuertes para el comienzo y final de esta
cadena, pues el auditorio tiende a recordar con más facilidad el comienzo y el
final, ganándose con más facilidad la anuencia de los escuchas o lectores. Este
factor ordenador establece las bases sobre las que discurrirá las verba, por lo que en esta operación ya
comienzan a integrarse materia y forma discursivas.
Lograda
la dispositio, al menos en su forma
inicial, sigue la operación de la elocutio,
caracterizada por la estructuración de la verbalización del discurso.
Propiamente aquí se estructura el discurso en sus partes clásicas de exordio,
narración, argumentación y peroración que trataremos más adelante. Se vincula
la elocutio con la definición del
estilo discursivo, especialmente en la busca de figuras y tropos que faciliten
la actividad suasoria. A la elocutio le
concierne, entonces, las verba. Con
esta operación finaliza la parte constitutiva del discurso retórico.
La memoria y la actio
o pronuntiatio frecuentemente se
reducen a la elocutio en muchos
tratados de retórica, pues sólo operan una vez elaborado el discurso para
actualizarlo en su presentación efectiva ante un auditorio. En el caso de los
textos escritos nada de extraño tiene quedarse en el plano de la elocutio, pero no cabe decir lo mismo
para los discursos orales. No obstante, precisamos seguidamente algunas de sus
singularidades. La memoria ha sido
una de las operaciones menos tratadas, mas de no memorizarse de algún modo
efectivo el discurso actualizarlo en la pronuntiatio
será cuesta arriba y no se logrará el efecto suasorio. La memoria está concernida con res y verba, pero se ha de privilegiar la memorización de la primera,
esto es, de la materia argumentativa del discurso y su ordenamiento orgánico.
En otras palabras, lo más importante de la memoria
consiste en el logro de recordar la estructura lógica de razones que
sustentan el acto retórico. Lo esencial ha de ser el objetivo del discurso y
los nexos o transiciones entre sus ideas constituyentes. Nada hacemos
memorizando palabra por palabra, lo fundamental es la cadena de argumentos. Por
lo demás, abunda literatura sobre técnicas de memorización y cultivo de la
memoria.
La pronuntiatio o actio actualiza el discurso frente al auditorio, lo presenta
definitivamente. Muchos considerandos entran aquí en juego: la voz, el cuerpo,
el escenario o el vestuario juegan su papel para lograr la benevolencia del
auditorio. Hay aquí una dimensión dramatúrgica y muy sociológica que no ha de despreciarse jamás,
si bien no se ha de buscar artificialmente pues develará fácilmente que el
orador no está convencido de lo que dice. La naturalidad de la presentación
dramatúrgica marcha, sin duda, a la par del convencimiento que el rétor tenga
de lo que transmite. También en cuanto a la pronuntiatio
o actio hay abundante
bibliografía con no menos abundantes técnicas.
Docere, delectare, movere
La
dimensión retórica del discurso descansa en su función y grados suasorios. El
discurso persuade y disuade, sugiere, invita, amplifica o matiza asuntos. Busca
llegar a su auditorio y ganárselo para una apreciación, una idea o una acción.
Para ello, el discurso debe enseñar su objeto, instruir sobre su importancia.
Si el discurso quiere ganarse la voluntad del auditorio con relación a lo que
enseña ha de deleitarlo y moverlo. Deleitarlo para que el auditorio aprenda con
disfrute, lo que hará más fácil el aprendizaje de lo que se enseña. Y puesto
que el discurso busca persuadir o disuadir trata de mover al auditorio en una
de esas direcciones suasorias. La dimensión retórica del discurso, para decirlo
técnicamente, se integra por docere, delectare y movere; en roman paladino,
o, mejor aún en cristiano, el discurso se integra retóricamente por su enseñar
algo de un modo atractivo para persuadir a su auditorio sobre lo que enseña.
Estos
componentes de la dimensión retórica del discurso varían según los fines que se
proponen al auditorio. Si el discurso se dirige a unos doctores a quienes
presentamos nuestra tesis doctoral predominarán los argumentos que la
justifiquen, con lo que el docere jugará
un papel preponderante sobre el delectare
y el movere, sin menosprecio de
estos últimos. Si el discurso se pronuncia para agasajar un invitado honorable
se realzarán los componentes del delectare
y el movere, en lugar del docere, sin que este desaparezca
totalmente. Un discurso óptimo considerará los tres componentes distribuidos de
modo acorde con el objetivo discursivo, pues resultará deseable un provecho
intelectual que resulte atractivo y persuada a pensar y actuar correctamente.
Los tres componentes retóricos se vinculan, a
su vez, con el sustento en el que se quiere apoyar el discurso para influenciar
al auditorio en la dirección que el orador desea. Fundamentalmente hay tres
apoyos: en el logos, en el ethos y en el pathos. El apoyo en el logos descansa
en razones que influyen intelectualmente en el auditorio. El ethos procura influir mediante valores
reconocidos por la comunidad del auditorio o en el reconocimiento que este haga
del propio orador como sujeto respetable y hasta honorable. En cambio, influir
mediante el pathos apunta a exaltar
sentimientos, afectos, emociones y pasiones que el orador o rétor reconoce como
propios del auditorio.
Personajes como Gandhi, Mandela, Martin Luther
King influían fácilmente con su misma presencia a partir del ethos, del reconocimiento moral que
fácilmente obtenían en la mayor parte de los auditorios a los que se dirigían.
La publicidad y los mítines en campañas electorales se dirigen usualmente a
mover las pasiones y sentimientos del auditorio. No obstante, una vez más
hablamos aquí de predominios, nunca de exclusiones. Un mismo discurso puede
influir su auditorio empleando tanto el logos
como el ethos y el pathos.
Conocer el auditorio, sus valores, actitudes,
creencias y sentimientos resulta imprescindible para que el discurso resulte
exitoso. Un buen orador busca, de serle posible, un conocimiento previo del
auditorio que quiere persuadir. De lo contrario, dará palos de ciego. Así, el
fenómeno retórico demanda mucho trabajo a aquel que quiera establecer un
vínculo con sus oyentes mediante los componentes del docere, delectare y movere y apunte su influencia con base
en el logos, el ethos y el pathos.
Los géneros retóricos
Desde Aristóteles, primer gran sistematizador
de la disciplina retórica, se habla de tres géneros retóricos, a saber: el
género forense o judicial, el género deliberativo y el género epidíctico o
demostrativo. Se trata de tres formas que puede adquirir el discurso y su
posicionamiento retórico bien sea para juzgar algo sucedido, decidir acerca de
lo que ha de suceder o conmover sobre lo valioso o lo vituperable. Cada género
tiene características propias que lo distinguen con precisión de los otros dos.
En el caso del género forense o judicial el
discurso se estructura sobre la baso de un caso que se juzga, por lo que suele
referirse a un tiempo pretérito, a algo que ya aconteció y sobre lo que se
amerita un juicio. La persuasión atañe frecuentemente a lo justo o injusto de
lo ocurrido y del papel de los responsables a los que se les imputen
culpabilidad. El auditorio u oyente se considera usualmente árbitro en la
disputa que suele oscilar entre una parte defensora y otra acusadora. Como
señala Pujante (2003, p. 92), el discurso forense tiene un fuerte aspecto
dialéctico por el carácter controversial que presentan las dos posiciones, el
cómo se enfrentan una a otra y en cómo emplean los datos y testimonios
disponibles para justificar su juicio.
Si bien el nombre de judicial o forense
vincula este tipo de discursos retóricos con el ámbito jurídico, no hemos de
ser restringidos en su consideración. Su lugar paradigmático será un tribunal
de justicia en el que se esté llevando a cabo un proceso de juicio criminal, pero
allí donde consigamos una disputa de juicios acerca de un acontecimiento y sus
responsables estaremos ante el género judicial. Por ejemplo, cuando disfrutamos
como espectadores de un partido de fútbol y disputamos acerca de si determinada
jugada que ha ocurrido es penalti o no, de quien es el responsable del mismo o
de si se cobró bien o no, o de si el director técnico planteó las tácticas y
estrategias adecuadas para ganar al rival, sin duda la disputa transcurrirá en
los terrenos del género judicial. Igual puede decirse con relación a otros
tipos de controversias sobre decisiones morales, políticas o de otro tipo y su
conveniencia o adecuación por parte del actor o actores que las tomaron.
El género judicial ha sido el más estudiado
por los retóricos clásicos por su carácter paradigmático. Es el discurso que
suele contar con las cinco partes típicas del exordio, la narración, la
argumentación, la refutación y la perorata o epílogo, partes que más adelante
explicaremos. Además, en este género suele ponerse fácilmente en evidencia la
condición hermenéutica del lenguaje que presentamos en el primer capítulo, pues
la defensa y la acusación suelen hacer uso de unos mismos datos para justificar
sus respectivas interpretaciones.
El género deliberativo también se orienta al
auditorio u oyente la más de las veces como árbitro, pero a diferencia del
judicial su tiempo predominante no es el pretérito sino el futuro en tanto que
apunta a la toma de decisiones para que algo acontezca o se evite, para
persuadir o disuadir acerca de una elección. Hablamos aquí del género de las
consultas, del ejercicio político en auditorios tipo asambleas; hablamos del
género que predomino en las prácticas políticas democráticas.
No porque el género deliberativo se asocie con
asambleas políticas ha de reducirse a éstas. Cuando una junta de accionistas de
una empresa se reúne para nombrar una junta directiva o tomar decisiones
administrativas determinadas, cuando una asociación de vecinos delibera sobre
las mejoras a la comunidad u otros asuntos, cuando dos o más amigos discuten
para decidir a qué cine asistir y qué película ver, estamos ante casos
deliberativos. Y como estos hay infinidad de ejemplos más. En todo caso, en
este género siempre nos encontraremos con decisiones a tomar para guiar cursos
futuros de acción.
El género epidíctico o demostrativo hace de su
auditorio un espectador. Se caracteriza por enaltecer o vituperar a alguna
persona, personas, objeto u objetos. Se centra en el componente delectare más que en el docere, y, en segunda instancia, en el
componente movere. Y es que el
enaltecimiento o desprecio se sustenta sobre el pathos primero y el ethos después
del auditorio y el orador, por lo que prevalecen consideraciones estéticas del
discurso. Su tiempo es el presente, su objetivo la exaltación, su método la
amplificación de los rasgos de lo que se pretende exaltar.
Para Pujante (2003, p. 87) el discurso
epidíctico suele prevalecer cuando la orientación discursiva política oratoria
pierde vigencia debido a contextos no democráticos. Ello guarda relación en que
el discurso ya no se emplea para deliberar o juzgar responsabilidades sino para
exaltar la figura de un César o distanciarse de lo político como tal hacía lo
poético. Cuando damos un discurso para homenajear a un colega, cuando en una
discusión exaltamos el carácter de una persona, o de una religión, o de la
naturaleza, o de otra cosa u objeto, estamos moviéndonos en el género
epidíctico o demostrativo.
En el desarrollo histórico de la disciplina
retórica podemos encontrar otras clasificaciones de géneros retóricos,
pero casi toda obra clásica remitirá a
los tres géneros aquí presentados por ser estos los básicos.
Las partes del discurso
Sin llegar a absolutizar la tradicional
división retórica de las partes del discurso, hay que decir que en la mayoría
de los casos, y especialmente a la hora de elaborar un discurso, se debe tener
en cuenta el exordio, la narración, la argumentación y la peroración o epílogo.
Se trata de una estructura lógica que organiza al discurso para su
introducción, desarrollo y conclusión.
El exordio equivale al comienzo del discurso,
a su introducción al auditorio. Además de señalar el objetivo del discurso
tiene la función de lograr el interés y buena disposición de los oyentes o
lectores. El exordio evita que el discurso inicie violentamente, prepara al
auditorio para lo que se va a tratar, por lo que se recomienda brevedad en el
mismo así como claridad a menos que determinadas circunstancias empujen a la
insinuación. En todo caso, el exordio bien elaborado partirá del conocimiento
que se tenga del auditorio, buscará ganar la atención de éste, por lo que no es
de extrañar que muchas veces predomine el componente delectare, y, tratará de lograr la benevolencia de los escuchas o
lectores por lo que también el movere jugará
un importante papel.
La narración (narratio) consiste en la presentación de los hechos y datos pasados
si se trata del género judicial, futuros si se trata del género deliberativo o
relativo al personaje u objeto que se quiere exaltar en el caso del género
epidíctico. El componente más fuerte aquí es el docere en el sentido de que
se busca mostrar la información que apoya al discurso. Salvo excepciones
vinculadas con auditorios específicos o circunstancias dadas, la narración
deseable ha de caracterizarse por la claridad, brevedad y verosimilitud
(Pujante, 2003, p. 102).
La argumentación es la parte del discurso que
canónicamente sigue a la narración. Su finalidad consiste en justificar la
posición propia que se defiende y refutar las posiciones opuestas. Una vez más
predomina aquí el componente docere en
cuanto se trata de persuadir mediante el intelecto usando estrategias
argumentativas, muchas de las cuales hemos tratado ya en este curso. Del mismo
modo se valora en esta parte, salvo casos excepcionales, la claridad, brevedad
y verosimilitud.
La peroración, epílogo o conclusión cierra el
discurso. Canónicamente la peroración ha de recapitular lo más importante y
valioso del discurso para reforzar la memoria del auditorio. Se busca aquí la
economía yendo sólo a lo más relevante, a lo que vale la pena volver a
destacar. En tanto que el cierre debe reforzar la benevolencia del oyente o
lector, ha de emplear un lenguaje caracterizado por los componentes delectare y movere, basándose en el ethos
y el pathos. Se busca, al igual que en el exordio, la simpatía de a
quién nos dirigimos.
Lenguaje figurado
La complejidad del hecho retórico se
manifiesta en el empleo del lenguaje con propósitos suasorios. Los componentes delectare y movere, como también en segundo plano el docere, impulsan el uso estético del lenguaje con dichos
propósitos. Entra en juego aquí el lenguaje figurado, aquel que recibe su
nombre por estar sustentado en figuras y tropos.
Para no confundir tropos y figuras distingamos
que los primeros refieren a palabras y los segundos a sintagmas, es decir, a
conjunciones de palabras. La amplitud de los catálogos de unos y otros no
permite tratar la variedad de figuras y tropos en estas líneas, baste como
ejemplos de figuras el oxímoron, la paradoja o antilogía, el símil, la ironía,
la reiteración o la hipérbole. Baste como ejemplos de tropos la metáfora, la
metonimia y la sinécdoque.
El uso figurado del lenguaje no sólo cumple
una función embellecedora y suasoria en el discurso, también puede cumplir
funciones heurísticas, esto es, alicientes que acrecientan el pensamiento y
abren campos de investigación. El uso de tropos y figuras, por otra parte, es
muy común, desde las ciencias naturales hasta las religiones, siendo transversal
a todo discurso. Hablamos, por ejemplo, de corriente eléctrica en física aunque
el término “corriente” procede de la hidráulica. En cierto sentido, y como
decía Nietzsche, todo el lenguaje es una gran metáfora del mundo.
Por otra parte, la atención sobre el uso de
tropos y figuras en el discurso descubre el modo de pensar que subyace al
discurso. Un discurso sociológico que emplea metáforas procedentes de las
ciencias de la salud descubre una forma de concebir la sociedad como un gran
organismo animal y, seguramente, una visión del sociólogo semejante a la de un
médico. Distinto será el caso si el discurso usa metáforas cibernéticas,
mecánicas o astronómicas. Hay muchas familias de metáforas ―bélicas,
mercantiles, lúdicas, exploradoras, marineras, constructoras, deportivas,
etcétera― y cada una que se emplee dice mucho de quien la emplea. De modo que
el lenguaje figurado habla por sí mismo de un estilo de pensamiento, para
decirlo con Mary Douglas.
A la hora de elaborar un discurso que se
manifieste como una tesis académica, una monografía, una presentación de
power-point, una conferencia, un video, etcétera, no olvide la importancia del
lenguaje figurado, trate de tornarse más consciente de su uso.
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